El piso 72

E se alegró, se alegró mucho, al ver que la hierba circundante al edificio por el que ascendían había ensanchado considerablemente su perímetro. Por primera vez desde que empezaron a subir, sentía que su optimismo y su entusiasmo crecían en proporcionada sintonía. La visión, cada vez más próxima y numerosa de los edificios que alzaban sus arquitecturas en torno al suyo, no le amedrentaba. Más bien al contrario, ver cómo ellos también se elevaban y respondían, en su crecimiento, a estímulos compartidos, constituía para E un aliciente prácticamente inédito. Estaba feliz. HR, sin embargo, seguía pensativo. Sin duda su convicción de que había que subir, era más firme que la de E, y como él, compartía el asombro del espectacular crecimiento de la hierba tras las nevadas. Y la proliferación de edificios, y la alegría de ver que no estaban solos en aquel inmenso desierto. Subir, decía HR, había que subir, pero no a cualquier precio. Intimamente consideraba que la felicidad de E, con ser legítima, era ciega, del mismo modo que antes lo había sido su desdicha. Había mucha hierba, sí, pero también zonas donde crecían matorrales o vegetación tóxica o insustancial que tarde o temprano, si no se remediaba, acabarían invadiendo el corazón de las sanas. Y muchos de esos edificios que veían elevarse de modo más o menos simultáneo al suyo, estaban apagados o crecían a pasos de gigante alimentados por una negra sombra de insolidaridad. O al contrario, brillaban, resplandecían permanentemente, irradiaban una fortuna y un éxito que el exceso de luz no permitía considerar con objetividad. No, eso E no lo veía.

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