Esta noche he soñado con puentes. Sé que eran puentes porque sus trazados se elevaban, cruzaban el cielo, se perdían en un horizonte de agua y de sombras. Me he oído decir a mí mismo una frase absurda y crepuscular, donde aparecía la palabra Dios y el nombre de un caballo. Luego he visto densos aguaceros que lo cubrían todo, menos una mano. Y qué te importa a tí, si aún no has nacido, ha dicho alguien, no sé quien era. Entonces he despertado. Mi casa estaba en su sitio.
Mes: mayo 2016
crónica de un sueño

Algunas galerías comerciales navegan por Lisboa como barcos, igual que un barco navega en alta mar envuelto o disuelto entre jirones de niebla, encantado, habitado sólo por fantasmas atrincherados en sus sentinas. En algunas de esas galerías entro a veces por el gusto de entrar, por curiosidad, para deambular como un fantasma más entre pasillos flanqueados de locales la mayoría de ellos vacíos y abandonados. Pero son los locales que aún mantienen su actividad los que generan en el visitante una sensación de tristeza y desolación irreprimibles. Entro otras veces por necesidad, porque me han llevado hasta ellas pesquisas relacionadas con la compra de algún objeto prescindible que allí estaba seguro de no encontrar, o por obligación, por deber, por el compromiso de cumplir con la palabra dada en un sueño. En aquella galería comercial de Almirante Reis entré por eso, por la palabra dada en un sueño. Una mujer cuyo número de teléfono había encontrado en la página de contactos de un periódico, me citó allí a las diez. Prometí ir. Desde fuera, es un edificio de cristales oscuros que no dice ni que sí ni que no. Dentro, al final de un tramo ancho de escalones resbaladizos, hay una garita circular con un conserje en su interior. Toda la información acerca de lo que el usuario no va a encontrar en ninguno de los cuatro pisos que tiene la galería, es competencia de este conserje. Cuando le dije que mi visita allí se debía al cumplimiento de un compromiso ineludible, sacó una libreta de gastadas tapas con anotaciones y la consultó brevemente. Sin levantar la mirada, con la mano derecha me señaló un pasillo al final del cual había un ascensor. Llegué hasta él, se abrieron las puertas y entré. Extrañado, apreté el único botón que había en el cuadro de mandos y el artilugio, tras una sacudida brusca inició un descenso lento. Durante el trayecto a lo largo de cuatro o cinco plantas, a través de sus puertas acristaladas vi mujeres que se peinaban o maquillaban frente a un espejo, de espaldas a mí, desnudas o semidesnudas; o cómodamente sentadas en un alto sillón de orejas, vestidas con una larga bata de seda ligeramente abierta a la altura de sus pechos, que fumaban o leían o se depilaban las cejas. Mujeres altas y hermosas, rubias o morenas que enjabonaban sus brazos lánguidamente sumergidas en una bañera, o entregadas con mecánica indolencia a un bostezo sensual e inútil. Supuse que al menos una de entre todas ellas sería la mujer con la cual me había citado e intenté, sin lograrlo, detener desesperadamente el ascensor apretando una y otra vez el único botón del cuadro de mandos. Antes de que el ascensor acelerara su caída y se perdiera en una travesía larga y negra como un túnel, vi cómo una mujer de largos cabellos negros, arrimando su rostro a la última puerta acristalada, movía una mano de izquierda a derecha, como queriendo con ese gesto indicar que era ella la mujer con la que había hablado por teléfono o, en realidad, simplemente, como queriendo indicar con ese gesto que me estaba diciendo adiós. Al final, el aparato se detuvo y sus puertas volvieron a abrirse. Salí a una sala pequeña, iluminada por la luz de una lámpara encendida sobre un mueble arrimado a una pared. Había también un sofá, dos sillones y, en el centro, una mesita baja con revistas de alpinismo y catálogos de ferreterías. De una de las paredes colgaba un gran calendario atrasado con la imagen de un camión y a la derecha una puerta que se abrió minutos después de haberme sentado yo, nervioso, en un brazo del sofá. Me sorprendió ver que el hombre que salía por esa puerta era Joaquín, un amigo al que no veía hacía tiempo y al que, tras los primeros segundos de sorpresa, saludé efusivamente. El, sin embargo, parecía estar esperándome. Con el entusiasmo que otras veces le he visto poner en la explicación de cosas que son de su interés o provecho, se entregó de inmediato a relatarme los pormenores de la actividad que yo habría de desarrollar y agradeció el cumplimiento de la palabra dada. Por la misma puerta por la que él había salido me llevó hasta el centro de un almacén oscuro repleto de infinitas estanterías atornilladas y me entregó una llave inglesa. Luego arrastró una caja de madera que contenía tornillos y la colocó frente a mí. Le dije que estaría sólo un rato, hasta que me llamaran para encontrarme con la mujer. El me dijo que trabajara sin prisa, tranquilo, sin apuros, que había tiempo de sobra. Salió y cerró la puerta. Con llave.
Reproducción a escala natural de primitivos archivadores del blog. Pueden pedirse por correo a eladiore@yahoo.es al precio de 1500 ptas. Los originales se conservan en el MUSEO HERMÉTICAMENTE RECTO de la capital lusa.
Carlota von Humboldt, viajera (Rl5)
«Una condición tan fácil de cumplir, le digo la verdad, que era fácil cumplirla, muy fácil, yo tengo todos los carnés, todos los requisitos legales, aquí en la ciudad donde usted me ve aunque no lo parezca soy un hombre respetado y respetable, que de mí depende en mucho el poco prestigio que tengamos fuera, el molino, el lavadero y el acueducto romano, todos a mi cargo y bajo mi supervisión, la mujer me pedía eso, sólo eso, un aval legal, qué cosas, no esperaba yo encontrarme con dificultades tan pequeñas, una mujer aventurera, que recorría el mundo sola, que andaba de acá para allá sin nadie y con lo puesto, libre de ataduras pero atada a su pasado por la estrecha vía de la genealogía administrativa, me expreso creo que bien, no?, una mujer de índole interesante con un perfil genético larvado en oscuras oficinas de ministerios y organismos públicos, padre, abuelos, gloriosos antepasados algunos de los cuales sellaron bulas en remotas regiones del Imperio Austrohúngaro, habrá oído hablar de él, no?, un imperio grande, muy famoso, en su tiempo uno de los más importantes si no el que más, Carlota von Humboldt, si hasta el nombre, le digo la verdad, hasta el nombre me parecía el más bello de los nombres, ni más ni menos que Carlota, ni más ni menos que Humboldt, su padre era alemán y su madre francesa de la parte de Aquitania, una mujer según me dijo Carlota pasiva y longeva con fortísimas inclinaciones a la lascivia piramidal, una tendencia hoy desterrada y aun proscrita pero muy común y corriente en la Francia rural de entonces, y muy curiosa y muy fácil y muy rápida de ejecutar en viejos molinos y lavaderos y acueductos romanos, ahora que, también se lo digo, una actividad cansada y poco rentable en términos de goce, quizá entonces si lo fuera, eran otros tiempos, pero ahora no, le digo la verdad que yo pienso que ahora no, en fin, es lo de menos, yo tenía los carnés y Carlota estaba dispuesta a dejarse guiar por mí en ese recorrido en el que tan interesada estaba, le aburro?, si le aburro me lo dice, le cuento todo esto porque me da usted confianza y parece usted una persona atenta y considerada, en esta ciudad no contamos con gente así, muy poca, qué va, yo mismo, una persona humilde pero responsable de las tres factorías históricas de la ciudad, las que le han dado la poca fama y el renombre que tiene más allá de nuestras fronteras, y con cierto poder, también se lo digo, pues ni siquiera yo tengo personas a las que confiar mis secretos o mis aflicciones, mire, mire usted a su alrededor, no ve cómo comen todos?, no amigo, no, es muy difícil encontrar aquí personas con las que compartir intimidades, podría darle algunos ejemplos, pero no tengo más vino y, usted sabe?, algunas veces pensé que Carlota tampoco era una persona de fiar, yo la quería, la quise, sigo sintiendo por ella un amor que es muy grande, muy grande y que creo yo que me va a durar siempre, pero es tan difícil encontrar gente en la que confiar, no sé, no me haga mucho caso, en el fondo mi ofício se asemeja mucho al de un guardián, quizás no sea otra cosa que un guardián, yo creo que soy un guardián, mire, aquí tengo las llaves de los edificios que custodio, son antíguas, le gustan?, son bonitas, esta es la del molino, quiere que le cuente lo que pasó en el molino?».
Continuará (si mi amigo está interesado en lo que pasó en el molino)
Armaritos para llaves Materiales: cartón y papel nobel Medidas: 20cm×14cm Contacto: eladiore@yahoo.es
Danilo Manso entre letrados
Al parecer, durante su estancia en Lisboa, Danilo Manso publicó algunos poemas en una revista local, una publicación aséptica de contenido mayoritariamente jurídico financiada por abogados jóvenes. La mujer que quiso enamorarle, también letrada y joven, le facilitó el acceso a la publicación. En realidad, no eran ni siquiera poemas, se trataba de breves fragmentos en prosa aprisionados entre farragosas sentencias relativas a divorcios: líneas, párrafos más o menos rítmicos con los que el articulista ilustraba sus tesis y Danilo pagaba sus bocadillos de chorizo. De aquella revista, que puede consultarse libremente en internet, he seleccionado este fragmento, lo he introducido en el ordenador y he aplicado un programa de versificación. El maquillaje no mejora el estilo ni redime su falta de entusiasmo. Sin escrúpulos admito que su valor está en matar el hambre, una variante no indigna de justicia poética que por imperativo legal Danilo Manso merece.
Me dijo que no encontraba en mí
al hombre que pudiera darle la felicidad
que ella buscaba. O no lo dijo así,
simplemente dijo que yo estaba
más ausente que presente,
que se sentía lejos, que notaba
en mí una frialdad y una distancia
que le producía una sensación
de impertinente soledad.
Me dijo también que me quería,
no sabía por qué,
pero tampoco sabía hasta cuando.
Le dije que tenía razón, que seguramente
yo no era el hombre que necesitaba. O no se lo dije así,
simplemente le dije que tenía razón,
que también yo la quería, sin saber
muy bien por qué.
Luego ella se fue y yo me quedé allí,
sentado,pensando
cómo terminar este poema de amor.