Avellanos

Arsenio Miró, en su blog de poesía, habla de una antología de poetas itinerantes, intermitentes y torpes publicada por un editor aficionado a las rarezas y a la poesía de la mediocridad en la década de los ochenta. La lista es larga. Como me he aficionado a rastrear con lupa todas las entradas que posibiliten el hallazgo de algo relacionado con Danilo Manso, la perseverancia, por una vez, ha dado suz frutos. El editor declara haber tomado el poema de un libro que Danilo escribió, pero no publicó, durante su estancia en Ferés, un periodo voluntario de aislamiento y meditación en la campiña sierense. Es el único poema en prosa de toda la antología. Copio y pego. «Es invierno, aunque no hayamos entrado del todo en él. Del otoño va quedando una extensa colección de hojas secas que se amontonan en los márgenes de los campos de avellanos, y que luego arden con una fiebre lenta y fría, y el humo de su fuego, azul y silencioso, busca una salida a la luz entre la niebla, donde hay gritos sordos de aves que batallan con el frío de la escarcha. Están los campos ahora límpios, y los árboles solos, desnudos y bellos. El invierno regala a sus esqueletos la hermosura de los desiertos, y el árbol despliega su verdadera grandeza porque resiste. Sólo de ese modo podrá luego dar».

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los diarios de Danilo Manso

Las huellas que de su vida deja Danilo Manso en la red no son comprobables. Sus versos, los poemas que se le atribuyen, los cuentos que dicen que escribe, tampoco. Danilo se pasea y circula entre los que le seguimos como lo que es, un ser simultáneamente verídico y conjetural. Sólo para los que firmemente no creen en él, no existe. Para nosotros, los que no existen, son los que no creen en él. Va y viene, aparece y se esconde, estuvo aquí y ahora no está. Yo recojo de él lo que me sirve y lo que se me antoja, me gusta encontrarlo allí donde algún día a mí me hubiera gustado estar, en travesías, en hoteles, en ciudades grandes, en autobuses nocturnos, en paises remotos, en parajes montañosos. El siguientre fragmento forma parte de su diario. Como de la mayoría de sus textos, existe la sospecha de que hablando abiertamente sobre él, camufla sus múltiples huídas. O no. A lo mejor no y esta vez era el amor quien de verdad huía, y no él.

«En esta casa en la que ahora estoy no duermo. Comer, tampoco como mucho. Hago algunas cosas, casi todas sin provecho, y el día se me pasa con una tensión paralizante, de largo recorrido. Pese al silencio, oigo de manera constante el ruido de motores, máquinas y vehículos que no son imaginarios. A veces un avión marca en el cielo los límites de esa realidad. Más arriba, en los montes, obreros embarrados trabajan con cables bajo una lluvia invariable. Por los caminos enfangados suben y bajan las vacas, lentas, con ese paso de plomo como animales hechizados. El paisaje, entre tanta nube, es de un verde doliente, de pastos exuberantes, bosques de eucaliptos en sacrificio temporal y cabañas de piedra de soledad milenaria. Una violencia indefinida late, subyace bajo esa idílica estampa pastoril. Abajo, en el pueblo, la vida se hace con las sobras del día anterior, como algunas de mis comidas, como los sueños de este amor que va languideciendo…»

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Es mi vecina

Se sienta frente a mí una mujer. Es mi vecina, cría aves de corral. Gallinas, pollos, pavos y otras especies. Su escalera está llena de plumas, cagadas, maiz  y verduras secas y podridas. Hay un olor que tira para atrás. Cría también gallos de pelea. Les ata una cuerda a una pata y los deja colgados del balcón unos cuantos días. «Para entrenarlos», dice ella. El techo de su casa está lleno de lámparas adornadas con palomas, cuerdas tendidas de un extremo a otro de las habitaciones, pequeños corrales alambrados, comederos de metal y cazos con agua. Ahora tiene el ambicioso proyecto de incorporar patos y gansos. «Tengo la bañera desaprovechada», me dice, cuando coincido con ella en el maloliente rellano. Naturalmente, no come la carne de las aves que cria, ni de otras aves. Sigue una estricta dieta a base únicamente de huevos. Naturalmente, los suyos propios. «Si es que los encuentro, me dice, que a veces no sé ni donde pongo las cosas». Tiene en su dormitorio una cama grande donde duerme todas las noches con cinco pavos americanos, menos los meses de octubre a marzo, que se acuesta con Marco Antonio Rosales, «Gallito», traficante de golondrinas. Y en la mesita de noche, atado con una cuerda a la base de una lámpara de papel japonés, Morón, el gallo que la despierta siempre a las seis. Algunas veces caen de su balcón al mío polluelos o pichones sin orientación, y baja a buscarlos. «¿Por qué no te los quedas?, me dice siempre, así te hacen compañía». Cómo le digo que no, se los mete en el bolsillo de la bata y se va. Es una buena mujer.

Mujeres Sentadas   ed. Beltronica  2012    Eladio Redondo

 

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