La cama es pequeña, el colchón es ligero, las sábanas se salen y dejan los pies al descubierto. He pasado la noche más o menos bien, con el susurro martilleante y amortiguado de un generador o un aparato eléctrico de gran potencia funcionando a pleno rendimiento, en algún remoto lugar de esta casa de más de quinientos metros habitables. Un mal olor puede llegar a hacerse soportable, pero un ruido regular y constante alecciona nuestra irritación. No importa. El ambiente es más frío aquí, la luz más tímida y las vistas más aburridas. No importa. Tengo dónde sentarme cómodamente y una mesita sobre la que apoyar los pies y el mando a distancia de la tele. El escritorio, blanco como el color de una antígua colonia, hace juego con los bolígrafos que no tengo y las libretas que guardo en el cajón. Si me siento bien, con la cabeza previamente apoyada en el respaldo de la butaca, puedo incluso pensar mejor sobre el frío que está haciendo estos días y el inolvidable calor del verano pasado. Pensamiento y memoria juntos, qué más se puede desear.
No pocas veces los pequeños afectos y los apegos lastran la urgencia y la necesidad de un cambio. Yo mismo, sin ir más lejos, de haberme aferrado a la cama y a la luz de la otra habitación, no hubiera dado el gran salto hasta esta butaca pródiga en impaciencias y desasosiegos.