Papeles perdidos. 1

A la memoria de Antonio Pavón Leal

Cuenta J.L. Borges en una entrevista que una televisión mexicana invitó a dos escritores y los sentó a una mesa, frente a frente, para que hablaran de literatura. Uno era él: el otro, Juan Rulfo. «En realidad -decía Borges- el único que hablaba allí era yo. Rulfo intervenía de vez en cuando con algún que otro silencio». Las palabras de Borges, que se declaraba un admirador de la obra del escritor mexicano, señalaban con cariñosa ironía la fama de hombre callado que desde siempre había perseguido a Rulfo. Así contado, parecería que detrás de esa forma inocente de organizar un programa sobre libros, se tejía una misteriosa trama de complicidades. Literarias, naturalmente. Reunir en una misma mesa a dos de los mejores escritores del continente, que no sólo habían elaborado una obra distante y distinta en temática y estilo, sino que representaban dos modos opuestos de exteriorizar una personalidad, complacería, sin duda, los deseos de juego y paradoja de los seguidores del programa.

Rulfo prodigaba sus silencios en acontecimientos públicos, pero también en sus encuentros cotidianos con amigos y conocidos, y a ese silencio se oponía la rica locuacidad de Borges, un apasionado de la palabra y, por descontado, un excelente conversador. Hasta el punto de que hoy no puede faltar en la biblioteca de un lector borgiano alguno de los libros de conversaciones y entrevistas que el autor mantuvo con sus críticos y estudiosos. La obra del escritor argentino fue creciendo y extendiendo su influencia a lo largo de su vida, pero el personaje público crecía también imparablemente, sus apariciones generaban expectación y de sus palabras se esperaba recibir también el placer y el conocimiento que podían obtenerse en sus libros.

A los dos escritores les unía su genialidad. Cada uno de ellos, desde territorios temáticos muy alejados, construyó una obra que renovó radicalmente la literatura latinoamericana. Borges, que comenzó su carrera como poeta, publica Historia universal de la infamia, su primera colección de cuentos, en 1935. El llano en llamas, el primer y único libro de cuentos de Juan Rulfo, ve la luz en 1953, pero mientras el escritor argentino incrementó su obra con la aparición posterior de otros volúmenes, y siguió cultivando la poesía y el ensayo hasta su muerte, Rulfo, en 1955, publica su segundo libro, la novela Pedro Páramo, y en coherencia íntima con la reserva y la discreción de su verbo, guarda un absoluto silencio literario que dura hasta su muerte, en el año 1986. El mismo año en el que, para redondear este juego de espejos y paradojas, muere, en la ciudad de Ginebra, J.L. Borges.

Tanto El llano en llamas como Pedro Páramo son obras cumbres de la literatura mexicana y universal, y las dos contienen en su brevedad toda la soledad, el fatalismo y la mitología de una cultura que extrae de la muerte su contínua regeneración vital. Sus estructuras se construyen con vertiginosos silencios, y el estilo, como expresa con acierto Jorge Volpi, trata de acercarse una y otra vez a esa forma sublime y completa de expresión. Se diría que entre la obra y el autor hay una absoluta identificación de voluntades. De manera recurrente, a Rulfo se le preguntaba cuándo volvería a escribir un nuevo libro, algo que parecía lógico tras el éxito de sus dos primeras obras. Rulfo, naturalmente, callaba. Con los años, quizás por sortear los aburridos inconvenientes de una pregunta que llegó a ser insidiosa, o porque aprendió, como Borges, que la ironía sirve para crear una distancia con la realidad que no deseamos, contestaba, como recoge E. Vila-Matas: «Nunca, porque se murió el tío Celerino, que era el que me contaba las historias».

Artículo publicado en el número cero y último de la revista d.o.beltrónica. 2007

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el vacío de Lisboa

En todas las ciudades del mundo hay un hombre sentado en la terraza de un bar comiéndose un bocadillo. Todos esos hombres llevan bigote, tienen los ojos tristes o acaban de perder a sus esposas. Cualquier visitante de cualquier ciudad del mundo puede ver a estos hombres sentados a la hora de siempre, en su sitio de siempre, masticando lo que mastican siempre. Cuando han acabado de masticar, apuran de un trago su copita de vino blanco y se entregan a reflexiones más o menos obsesivas. Y cuando la reflexión les agota porque no hallan en ella alivio a su desasosiego, combaten el desánimo con recuerdos rescatados de una vida pacientemente gris, resignada o tediosa. He estado buscando a este hombre cada día por las calles de Lisboa. Confiado al principio en la ciencia del azar, que tarde o temprano acaba por satisfacer nuestros íntimos antojos. Luego, impacientado por la larga demora del acaso, deliberadas pesquisas me han llevado de una calle a otra, de un barrio a otro, de un café  otro café. Dí en Benfica con un bar donde me habló un camarero de un cliente que se ajustaba a la descripción que le hice del hombre que buscaba. Era un habitual del café. Me señaló la silla donde por costumbre se sentaba, me habló de lo que comía, del vino que tomaba, de la pesadumbre en la que se hallaba sumido tras el fallecimiento de su mujer. Sin duda, el hombre que yo buscaba era él. Le pregunté por la hora en que solía venir. Me dijo que por la mañana, entre las diez y las once, pero hacía un par de días que no venía. Regresé algunos día mas tarde y al ver de nuevo aquella silla vacía pregunté otra vez por él. Con tristeza mal disimulada me dijo el camarero que había muerto la tarde anterior, no sabía muy bien a consecuencia de qué. Probablemente, dedujo el camarero, de saudade. La notícia de su muerte, sin conocerle, también a mí me apesadumbró. En todas las ciudades del mundo hay un hombre sentado en la terraza de un bar comiéndose un bocadillo. Hombres tristes, hombres resignados, hombres de monótono pasado que modestamente desempeñan su función en el mundo. Miré antes de irme por última vez aquella silla vacía y me marché esperanzado de que otro hombre, muy pronto, viniera a llenar el importante vacío que había sufrido la ciudad de Lisboa.

Ulises en Lisboa   2013