Dicen que mañana el parlamento aprobará una prórroga del estado de alarma y se anunciará una disposición que permitirá salir a los niños a la calle a partir del día 26. Esta mañana he ido a comprar y he visto a una niña que íba con su madre. En realidad, no sólo las he visto, he hablado también con la madre. Es una conocida a la que veo de tarde en tarde. La hija, que no tendrá más de trece años, llevaba puesta una mascarilla y las manos en los bolsillos de la sudadera. No la podía reconocer, pero si se hubiera quitado la mascarilla tampoco porque no la he visto más de tres veces en todos sus años de vida. Nos hemos encontrado a la puerta de una frutería en la que la gente guardaba rigurosamente las distancias y esperaba con paciencia su turno para entrar. La conocida, a la que, por cierto, admiro en su faceta profesional, es además una persona de trato afectuoso y cordial. Sin embargo, no llevaba guantes, llevaba a modo de mascarilla un trapo sujeto con unas cuerdas que se bajaba al hablar y cuando llegó su turno entró acompañada de la niña. Vale, los guantes yo mismo he comprobado que cuesta encontrarlos y las mascarillas también, hasta el día de ayer, pero la niña llevaba puesta una que no era ningún trapo y además estaba ahí, en la calle, y luego en el interior de un establecimiento en el que tampoco debería entrar. Nos saludamos, nos interpelamos brevemente el uno al otro acerca de nuestras vidas y luego yo seguí con mis naranjas. Es verdad que estamos en un área donde el índice de contagios es pequeño, porque estamos en una área donde el censo de población es reducido con respecto a las más afectadas y porque la movilidad de sus habitantes también lo es, pero la mayoría de las personas cumplen los requisitos de distanciamiento social recomendados por las autoridades sanitarias, y también es muy probable que ese rigor haya permitido que el índice menor de contagios se haya controlado. Lo digo porque no sé qué clase de convencimiento o de seguridad o de lo que sea hace que una persona pueda decretar, en este estado de cosas, que es invulnerable y a través de ella no peligra la vulnerabilidad de los demás. Porque no soy capaz de interpretar de otro modo una actitud así. Y porque tal actitud se refleja no tan sólo en la desatención de un protocolo que ha de proteger a uno mismo y a los demás, sino también en la expresión del rostro y en los gestos que indican cierto alarde de…superioridad, no lo sé, tal vez sea otra cosa, una muestra que quiere ser pública de su falta de miedo que es a su vez producto de su escepticismo o de su ingenuidad. Lo que escribo no nace de un afán de recriminación, aunque lo sugiera. Quien más quien menos posee sus errores o sus negligencias. Escribo lo que escribo apelando al sentido de responsabilidad. Desde las instituciones, muchas cosas no se están haciendo bien y la información no pocas veces es confusa y los conocimientos aún incompletos, pero tal vez sean esas algunas de las razones que obligan a extremar la responsabilidad. Ayudaría en esa tarea un gobierno absolutamente transparente. En Singapur, un país de cinco millones de habitantes que estaba siendo un modelo de control de la epidemia, los contagiados han alcanzado la cifra de 10000. Ese modelo incluía, incluye, medidas de distanciamiento social semejantes entre las que se encontraban, se encuentran, el uso obligatorio de guantes, mascarillas y la distancia de no menos de un metro entre ciudadanos. Obligatorio. Los agentes debían, deben, multar a los infractores y los ciudadanos tienen a su disposición una aplicación móvil para denunciar al infractor. No estamos en eso, ni nos gustaría llegar a eso, pero hay que elegir, o perseveramos en la responsabilidad o nos rendimos a la represión y el control.
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