Gente normal. 2

Nos cae bien, aunque decir que nos cae bien es decir poco porque hace mucho que le conocemos y, todavía, pero no sabemos hasta cuando, sentimos por su persona un sincero afecto. A veces, aunque no se lo decimos, nos enfadamos con él y tenemos nuestras razones: últimamente, muy a menudo soportamos con dificultad su invasiva presencia. Esto, antes de que perdiera la pierna, no pasaba. Conocidos y amigos de otros antes que nuestros, ya tenían fama él y su mujer de amables y generosos, gente buena en todo momento dispuesta a echarte una mano, él más que ella, es cierto, pero ambos de voluntad incólume. Como no tenían hijos, en temporadas difíciles cuidaron de los nuestros y ese hecho marcó un principio de confianza del que tal vez ahora empezamos a arrepentirnos. No nos desagrada su compañía, son personas de trato cordial y esencialmente respetuosas, aunque haya momentos en que la manera gritona de hablar de ella merezca algún reproche. No se lo hacemos porque convenimos en que detrás de esos modos vulgares y anodinos en su conversación hay una sensibilidad que puede ser herida. Es su manera de ser y la aceptamos tal cual es. Además, en comparación con él, que encuentra siempre tiempo para llamar a nuestra puerta, prodiga poco sus visitas. Es verdad que no siempre el momento es el más adecuado para recibirle, pero no podemos negar la hospitalidad a una persona cuyo trato hacia nosotros ha estado marcado por la generosidad. Y es también verdad que a veces su conversación nos entretiene o nos estimula, pero otras, y esto ocurre cada vez con más frecuencia, su manera brusca y asertiva de prestar atención aplasta el diálogo o lo paraliza, lo que provoca en nosotros una malsana irritación que a duras penas podemos contener. Pero la contenemos. Hay que reconocer, no obstante, que estos modos imperdonables de interlocución no eran tan evidentes antes de que perdiera una pierna. O al menos no los recordamos así. Como tampoco era corriente, como lo es ahora, que sin llamar a la puerta irrumpiese en nuestra casa olvidando los preceptos que una persona discreta sabe cuándo aplicar. Ese tacto y esa discreción, que ahora se han perdido, nos obliga a revisar su conducta y exige en nosotros un cambio de actitud que debería ayudar a frenarla, pero nos cohibe su determinación y su todavía, a nuestro pesar, intacta voluntad de hombre generoso. Conscientes de que una situación así puede durar toda una vida, nos resignamos y, aunque le compadecemos, una manera natural de resolver con justicia esta situación indeseable es que perdiera la otra pierna. Pero claro, eso tampoco se lo decimos.

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Gente normal. 1

No le invitamos a comer porque él nunca nos invita, aunque no es una mala persona. No es una mala persona, pero es rara, o por lo menos tiene fama de serlo. Para nosotros, no es una persona rara en su totalidad, pero estamos de acuerdo en que hace cosas raras. Probablemente se encuentre entre esa clase de cosas raras el que no nos haya invitado nunca a comer ni a cenar en su casa. De hecho, nunca hemos estado en su casa. Reconocemos, no obstante, que nunca nos ha impedido hacerle una visita, pero vive tan lejos de la nuestra que una visita a la suya, con el fin sólo de saludarle y pasar un rato con él, no nos compensa. Él, sin embargo, sí nos visita a nosotros, pero a él, que no acumula ni mucho menos la cuarta parte de trabajo y responsabilidades que tenemos nosotros, el tiempo le sobra. En cada visita que nos hace, cumplimos nuestros deberes como anfitriones y le ofrecemos una taza de té o una cerveza, pero como nos visita a menudo y nos distrae tanto de nuestras obligaciones, estamos considerando la posibilidad de ofrecerle sólo asiento y unos minutos de conversación. Si él nos invitara a comer alguna vez, en reciprocidad, nosotros haríamos lo que corresponde y en torno a una mesa pertrechada de variados alimentos y finos vinos nuestros amistosos lazos se estrecharían. Aunque no lo parezca, estamos deseando que una circunstancia así se dé algún día porque, más allá de ser una persona con rarezas reconocidas, las conversaciones con él son divertidas, aunque, por pedantes, despierten un interés relativo los temas profundos que plantea. Pero eso depende de él. Es verdad que podríamos si quisiéramos tomar la iniciativa nosotros e invitarle a comer a él, algo que sin duda lleva tiempo esperando, pero nadie nos garantiza que sienta posteriormente la obligación de invitarnos a nosotros. Tratándose de una persona como él, cuyas rarezas definen en buena parte su modo independiente de actuar, no estamos muy seguros de que lo hiciera. Además, cuando invitamos por primera vez a comer o a cenar a alguien en nuestra casa, nuestro interés es demostrarle que lo hacemos por el gusto de disfrutar de su compañía, sin contrapartidas, y eso nos hace suponer lo que nos hace suponer. Por eso no le invitamos.