Como Marosa seguía sin aparecer por mi casa, el otro día la llamé para tomar un café, pero me dijo que no podía. Le ocupaba un caso difícil y desagradable, más que ninguno de los que había investigado hasta ahora. No me podía contar nada, me dijo, ya nos veríamos más adelante. La encontré extraña, rara, sin el entusiasmo y la alegría que normalmente suele expresar, más allá de cualquier caso que tenga que resolver. Nos dijimos adiós y quedamos en que me llamaría ella. De modo que me extrañó cuando a la noche, a punto ya de acostarme, llamó a mi puerta y me pidió permiso para entrar. Sin preámbulos, Marosa se abalanzó sobre mí, me abrazó y me besó con pasión. Atribuí ese furor a su estado, un deprimido talante originado tal vez por el caso que tenía entre manos, pero no encontré argumentos para aquel impulso inédito que convertía su furia sexual en algo cercano a lo reprochable. No hubo tiempo para hablar. A la mañana siguiente, cuando desperté helado de frío sobre el suelo de la cocina, mi cerebro era un mecanismo desordenado y torpe en el que la memoria tardó en ajustar su engranaje. Y a mi cuerpo le costó alzarse y recomponer su estatura. Me vino de golpe la resaca de una ola de placer delirante, en cuyo remolino, el cuerpo de Marosa y el mío circulaban de un éxtasis a otro sin modificar su posición, ella siempre encima de mí. A ratos, sentía la dulce asfixia de sus pechos sobre mi cara, el roce de sus cabellos, un susurro ronco y lascivo de palabras soeces que avivaban su gozo de posesión. Más no recordaba, salvo la certeza de que el exceso de placer me estaba vaciando. La misma sensación que tuve al despertar, incorporado definitivamente a la vigilia del día nublado y ceniciento enmarcado en la ventana. La llamé, teníamos que vernos y hablar, aclararlo, no podía contener la impaciencia. Me dijo lo mismo que me había dicho la tarde anterior, tenía que colgar, ya nos veríamos. Pasaron dos o más semanas. En ese intervalo, viví con el recuerdo de Marosa atormentado por un deseo voraz, incontenible, del que en vano pretendía escapar lanzándome a correr por los montes entre matorrales y zarzas espinosas. Nos vimos por fin una tarde lluviosa, en el mismo café. Marosa se había teñido el pelo de un brillante color caoba que ni le quitaba años ni le añadía belleza. Estaba más delgada, más triste, una vez más, poco comunicativa. Dejé que el silencio hablara primero por los dos, por si acaso, pero era un silencio áspero y espeso que se cerraba en sí mismo. Iba a hablar yo, pero lo hizo Marosa con un tono que rompía radicalmente la ambigua rareza de la atmósfera que ambos compartíamos. Sabes que este mes me he estado follando a todo el pueblo? Me quedé sin respuesta. Y sin habla. Marosa se echó a reir, como tantas otras veces en los que el humor y la alegría se muestran en ella con espontaneidad y soltura. A mí, sin embargo, la risa no me salió. Seguí sin reaccionar, inerme, maniatado aún por la confusión y la duda. Vale, vale ya, se dijo a sí misma. Y paró de reir. El caso Marosa, empezó diciendo, y ya no paró hasta que el relato de su propio caso, como ella lo llamaba, llegó a su final. Lo pasó muy mal. Empezaron, como tantas veces y tantas otras cosas a oirse rumores en los bares y en los corrillos de las plazas y las calles. La jefa de AAMM se tiraba cada noche a un tío del pueblo, sin reparos, joven o viejo, casado o soltero, le daba igual. Esto, que en un principio le parecía una broma de mal gusto de alguien que tenía interés en herirla, fue cobrando poco a poco forma de verdad a los ojos de la gente. Y esto es un pueblo, un pueblo pequeño de mentalidades en su mayoría anticuadas y pobres, articuladas en torno a costumbres y hábitos heredados. En la calle, los gestos y las miradas la señalaban, se ignoraban sus saludos o recibía desplantes y hasta insultos de mujeres o esposas ofendidas por su actitud libertina y deshonrosa. Hubo también denuncias y advertencias oficiales de sus mismos superiores. Acorralada, entristecida y también decepcionada por la falta de comprensión y de apoyo, se le pasó por la cabeza dimitir de su cargo y abandonar el Cuerpo, pedir traslado a cualquier departamento administrativo, a ser posible fuera de la comarca. Y lo iba a hacer, estaba decidida, iba a abandonar el Cuerpo cuando la experiencia de su oficio asociada a su poderosa intuición encontró en esa frase, abandonar el Cuerpo, el por qué y el cómo de lo que venía sucediendo. Súcubo!, gritó, para sí misma y ahora ante mí. Era un súcubo, me dijo, me estaba suplantando un súcubo. Revisó archivos, desempolvó legajos, viejos casos similares al suyo sucedidos en el pasado y reunió pruebas, recogió testimonios de algunos de los poseídos. Presentó todo ese conjunto de documentos a su superior y le convenció para aplicar la única solución posible en sucesos semejantes. Una avioneta del departamento de incendios de la región fumigó con ceniza el pueblo en una madrugada neblinosa. La ceniza, me dijo, funciona ante el demonio como antídoto libidinoso y fecundativo. Era cuestión de esperar. Y hemos esperado, ha desaparecido, se ha ido. Quise, como otras veces, reir y encontrarle la gracia al misterio de esos asuntos en los que ni creo ni tengo voluntad de creer, pero seguía la risa sin salirme y la imagen de Marosa cabalgando sobre mí se superponía a la Marosa de carne y hueso que tenía enfrente. Iba a decirle que yo también… que a mí, el súcubo… pero no le dije nada, me callé y esperé que fuera ella la que se levantara de la silla para despedirnos. Me alegraba de que estuviera bien, le dije, y era verdad, pero esperaba, deseaba, que el remedio de la ceniza no tuviera efecto ninguno sobre el detestable poder de ese demonio y que cuanto antes, cuanto antes, cuanto antes volviera a tomar dominio del pueblo. Pero eso no se lo dije.
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