Tres libros de la biblioteca que tenía que devolver, tuvieron síntomas. Dos de ellos muy leves, casi inapreciables, que puse en cuarentena en un estante superior, aislados del resto. El tercero con un grado de fiebre tan alta que muchas de sus palabras acabaron borrándose. Estuvo realmente mal. Contribuyó a su agravamiento la numerosa cantidad de páginas y la letra pequeña y apretada, una novela pesada que hubiera enfrentado mejor la enfermedad en forma de relato corto. Con una economía del lenguaje más sostenible la historia hubiera respirado sin necesidad de asistencia artificial. Demasiadas descripciones superfluas o injustificadas que impidieron una reacción rápida de anticuerpos. Los anticuerpos en los libros se desarrollan mal entre la paja y la maleza. Sobrevivió gracias a mis cuidados. Durante más de un mes, me mantuve alejado completamente de su trama infectada, abriéndolo sólo de vez en cuando para comprobar que sus personajes seguían vivos. Ilusionado también de pensar que sanos y salvos podrían iniciar una mejor historia en la novela de un autor más maduro. Ahora los tres libros están bien y pude devolverlos ayer a su sede original, la biblioteca comarcal, donde, de cualquier modo, permanecerán catorce días en cuarentena antes de ser prestados nuevamente, según me han dicho. Mejor cien días, estamos hablando de seres vivos, como acabo de demostrar. Cosas más ridículas se están viendo en esta desescalada.
Entre los libros que devolví y no enfermaron estaba Un día cualquiera, el último libro de relatos de Hebe Uhart. Libros como ése salen de la imprenta vacunados, aunque hay peligro de que su literatura contagie un modo de mirar y de decir. El lector que quiera permanecer inmutable, lo que iría contra natura, no debería acercarse nunca a los libros de Hebe Uhart, una escritora argentina que filosofa y cuenta como si nada, sin sobresaltos, el insondable cotidiano que sobresalta al lector. Mi curiosidad encuentra a esta escritora en su casa, en un apartamento de una novena planta del barrio de Almagro, en Buenos Aires, preparándose un café en su cocinilla de tres fuegos y regando las plantas en el modesto balcón. Todo en esta casa es modesto, como sus cuentos, y al mirarla con su modo de mirar es fácil deducir que ni la figura ni el entorno doméstico contradicen su perspicacia literaria. Por la cajetilla de tabaco medio abierta sobre una mesita estrecha arriesgo decir que fuma, y que algún licor bebe en ese vasito de cristal al lado del cenicero, del mechero y un paquete de klinex, todo bien apretado entre un manojo de cuadernos y un par de libros, todo lo que de necesario pide un día cualquiera. Que muriera en el 2018 no quiere decir que Hebe Uhart no esté viva, y que su obra sea ya un poco conocida no quiere decir que haya estado hasta ahora muerta. En esas fotografías, con el pelo corto arreglado y teñido, una modesta señora de su casa ordena sus grandes pequeñeces antes de prepararse para salir. Si la mirase como ella mira, vería a una mujer mayor confinada, un confinamiento que empieza a hacérsele largo aunque haya aprendido a esperar. Hoy podría salir un poco, hay una franja horaria con la libertad restringida que no deja de ser una oportunidad para alcanzar la vida corriente que se va. Pero la señora Hebe Uhart ya no está, aunque siga viva, y ahora que «todo es como si fuese importante e irrelevante a la vez», comprendo que la vida es apenas nada sin un día cualquiera, ese que tanto echamos de menos.
Jesús M. Tibau, un escritor ebrenc, venía de vez en cuando a mi tienda. En realidad, le arrastraba de la mano un niño pequeño de dos años que quería ver las lunas, unas lámparas con mucho colorido que llamaban la atención del pequeño. De hecho, acabó teniendo una, pero siempre que pasaban por delante de la puerta el niño, que era su hijo, quería entrar. De esa insistencia devino entre nosotros un trato cordial, de conversaciones breves sobre asuntos neutrales que no propició una amistad pero incentivó un afecto. Tengo ahora en mis manos su primer libro de cuentos, Postres de músic, del 2005, el ejemplar que un día me regalo para certificar ese afecto desinteresado. Para la botiga de les llunes, rezaba su dedicatoria. Lo tengo entre mis manos porque en el primer cuento de la serie, Virginitat, un libro relata en primera persona la angustia de vivir en un estante, completamente nuevo, sin abrir, y la esperanza nunca perdida de que algún día alguien le rescate de sus tinieblas. Al menos para la literatura, los libros son seres vivos que sufren en muchos casos el mal de la eterna soledad, una pandemia silenciosa.