Conocidos y saludados. 4

A Juliet, la carnicera, casi nunca la veo. Yo no como carne y en su pequeño establecimiento de salchichas y lomos no vende alimentos envasados. Juliet es una mujer rolliza y hermosa que no se desprende de su mandil floreado. Lo sé por mis pocos encuentros con ella en correos o en el lavadero de la fuente. Con motivo de no recuerdo qué gestión en el ayuntamiento, en el que ella se encontraba, escuché sus alegatos contra una amenaza expropiatoria. Con indiferente dramatismo, acusaba a su hermano de la dejadez de las granjas. Su hermano, desastrado y destructor hasta donde le era permitido, recorría con su camioneta decrépita los caminos entre las explotaciones. Talaba árboles de propiedades ajenas, inundaba con aguas residuales pastos comunales o pisoteaba él mismo con sus botas llenas de mierda los pequeños huertos de los jubilados. Durante mucho tiempo, sus fechorías estuvieron a cubierto por la autoridad sanitaria, que diagnosticó insanía mental. Más tarde, rehabilitado con terapias severas, se incorporó a la plantilla de la empresa familiar ayudando a los gorrineros. Su comportamiento ejemplar no duró mucho. De él se decían barbaridades acerca de sus prácticas reprobables con animales hembras de la cabaña. Volvió a un centro de rehabilitación y en el intervalo murieron sus progenitores. La carnicera, a la que casi nunca veo, asumió la responsabilidad tutorial a su regreso sin perder el carmesí esplendoroso de sus mejillas y abrió el establecimiento de carne al que nunca voy. Está registrado que sus proveedores suministran la mercancia al negocio a cambio de la explotación sin reservas de las propiedades familiares. Uno de ellos, un tal Fabián Ilustre, ambiciona apropiarse del total de las posesiones y señorear las tierras casándose con ella, quien de momento le niega todo amor. Se habla mucho de un complaciente trato con su hermano, cuyos nervios tranquiliza dejándose bajar por él las bragas. Eso le mantiene a raya y asegura su independencia. Viven los dos en la gran mansión inacabada de ladrillo amarillo, rodeados del permanente tufo a orines y podredumbre. Para muchos, entre los que me incluyo, tiene algo de milagroso verla siempre tan aseada y tan limpia, tan lustrosa, con su inmaculado mandil floreado.

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Carpeta de sueños. 6

Viene la bibliotecaria del pueblo con un policia para requisar mis libros. La cocina está manga por hombro, hay cacharros sin fregar en el suelo y un montón de bombonas de butano encima de la mesa. El policia señala dos guantes de boxeo que cuelgan de la pared y la bibliotecaria toma nota. Esto también, dice, abriendo de par en par una caja de herramientas. Aprovecho para decirle al policia que todos los días entra alguien y me roba comida, pero la bibliotecaria dice que eso no hay que apuntarlo. Entonces aparece mi madre con una olla llena de garbanzos y la bibliotecaria dice que vale la pena probarlo, que esa señora escribe muy bien.

El presidente de un tribunal de justicia, desde el estrado, ordena que me levante. Yo estoy sentado en el banco de una iglesia, leyendo en el móvil las noticias de un periódico digital. Me levanto y me sumo a una cola de hombres y mujeres que esperan su turno para coger sopa bendita de un dispensador. La iglesia es monumental, de bóvedas cuadradas y columnas de hormigón, y huele fuertemente a neumático quemado o algo así. Tienes que confesar antes, me dice Ada Colau, que está delante de mí, mientras se gira para pasarme un bebé muerto que lleva en los brazos. Le digo que no pasa nada, que de todas formas subiré las fotos a Facebook cuando me suelten.

Entro a hacerme unas gafas en una óptica de mostrador altísimo. Desde arriba, uno de los empleados me dice que vaya antes a la embajada española, donde me darán el permiso. Enfadado, le grito al empleado, que es joven y expresa con gesto desagradable lo inaceptable de mis quejas. Yo insisto en que no me moveré de allí hasta que me hagan las gafas. Sí, como todos, dice mientras me entrega un formulario. El papel es una hoja escrita a mano donde aparece el menú del día. Al fondo oscuro del establecimiento, entre pequeñas mesas con hules de plástico donde comen universitarios japoneses, hay un médico operando a un paciente tumbado sobre una camilla. Me acerco a él y me dice que no hable muy fuerte, que está a punto de dar a luz.

Pessoa y el boxeo

Aclara Fernando Pessoa en su Libro de Reclamaciones apócrifo que tuvo poca o ninguna afición por el boxeo, pero sí por las enseñanzas que encierra una carrera de éxitos construida a base de puñetazos. Por José Santa Camarao, un púgil gigantón de más de dos metros que vivía con su hermana en el barrio de la Alfama tuvo, pese a todo, un respeto reverencial, aunque no quiso reconocerlo. De manera rotunda y risiblemente obvia, aclara Pessoa en un pasaje del libro que hay entre la gloria de un escritor y la de un boxeador una diferencia apenas inapreciable. Y pese al desinterés que dice observar por el tema, antes de exponer el argumento de esa diferencia, pone al corriente al lector de las andanzas del campeón portugués contemporáneo suyo, del que sabe casi todo. Ahora que tanto el púgil victorioso en vida como el poeta tras cuya muerte vino el triunfo comparten la gloria de los seres superiores, a Pesssoa no le parece envidiable que tenga José Santa a su nombre una calle en Lisboa y unos azulejos en el beco donde estuvo su casa. Él tiene otra calle, y dos estatuas, y cafés donde se le recuerda y nombra, y librerías donde se le cita, y casas en las que se le rememora, y postales, y chapas y llaveros y libros que pocos leen. Demasiadas cosas para alguien que desdeñó lo que no estuviese al alcance del pensamiento y los sueños de la imaginación. No le envidia a José Santa que tenga calles y azulejos, pero sí el que goce de una gloria discreta y tranquila tras una vida de fama y constante agitación. Le envidia también que fuera su voz de habla portuguesa la que estrenara el idioma de la nación en los cines del mundo, en un film alemán donde Max Schmeling, el boxeador a quien Hitler idolatraba, le noqueaba en los rings en blanco y negro de los años treinta. Confiesa Pessoa en el Libro de Reclamaciones tener el convencimiento íntimo de que escribía para la posteridad, y que la gloria que habría de venirle se gestaba, a diferencia de la de Santa, sin la fama innecesaria del presente, pero como la de él, en el remolino de una agitación permanente. Sólo que la suya era silenciosa, invisible, interior y con la diferencia, para algunos menor, de que él dejó a su muerte un baúl lleno de papeles y documentos manuscritos y el púgil un cofre atiborrado de guantes.

Ulises en Lisboa   Eladio Redondo.   Ed Beltrónica   2013