Me gusta esa mujer. No he tenido más de dos conversaciones con ella, muy distantes en el tiempo y tan anodinas como la vida que llevo, pero me gusta. Lo que más me gusta es su manera de andar. En realidad, es lo que más me gusta en todas las mujeres, la manera de andar. Esta mujer anda mejor cuando lleva el uniforme de encargada de la tienda de ropa en la que trabaja que cuando va vestida con normalidad. Ese tipo de andar lo he visto ya otras veces, sobre todo en el medio acuático. Las personas que andan así viven dominadas por la urgencia de los charcos. Para ellas, la vida y el mundo son una superficie infinita de charcos que piden constantes explicaciones. Cuando ellas andan, el charco las reclama, les pregunta, les amonesta o les silba. Tienen que andar siempre con los ojos muy abiertos, muy atentas a sus solicitudes y sus requerimientos. Si se despistan y caminan con los ojos cerrados, corren el peligro de encharcarse. Si se encharcan, tienen que andar con los pantalones arremangados y caminar inapropiadamente, como los patos cuando abandonan su charca. A esta mujer, los pantalones arremangados no le quedan bien porque son azules. La chaquetilla también es azul. Sin embargo, le queda bien cuando la lleva arremangada hasta el codo, con las manos en los bolsillos. Lo que más me gusta después de su manera de andar es su flequillo y su culo. Después, la proximidad de su sonrisa, el vacío de sus manos, la honesta sinceridad de sus cálculos, el modesto alcance de sus ambiciones y su entusiasmo injustificado, por este orden.
Mes: agosto 2018
Veintitrés
Para colmar una vida de materia narrativa no basta con salir de la rutina. Para salir de la rutina basta con adelantar una hora los quehaceres cotidianos, cambiar la disposición de las intenciones o renovarse más a menudo el DNI. Salir de vez en cuando de la rutina es provechoso si todavía no hemos perdido una mínima capacidad de asombro. La vida, desprevenida, regala pequeñas sorpresas en forma de emociones alentadoras o de pensamientos reparadores. Lo que complace es la novedad. Un negro tristemente esposado en una comisaría no es alentador, pero desencadena reflexiones compasivas o reacciones indignadas. La realidad cotidiana pliega sobre sí misma infinitos negros tristemente esposados por el rigor de nuestros horarios o nuestros afanes insustanciales. Desdoblar esos pliegues puede convertirse en un juego con el que ahuyentar el hastío o el tedio, pero no llenará de materia narrativa nuestra vida. A la visión del negro esposado sobrepondrá nuestra imaginación la secuencia de un furgón que, en la silenciosa mañana, lo traslada a un recinto carcelario donde permanecerá sin libertad hasta ser un día expulsado. Y ahí se queda, el negro, en ese otro pliegue sombrío que no detiene nuestro derrotero banal.
Veintidos
Por lo visto, la identidad la conforman estos tres objetos de amor, según el filósofo argelino Sidi Mohamed Barkat: la pertenencia a una comunidad nacional, a una civilización y a un territorio. Entonces es que no puede hablarse de la individualidad del sujeto sin el marcaje de lo colectivo, y que ese sentimiento de desarraigo que desde el início de los tiempos arrastro, ese impulso nómada que deja atrás territorios y afectos, ese vacío de emoción ante las gestas de la patria indican que ni fuí ni soy nada. O, pura y simplemente, que no hace falta que me renueve el DNI.
Veintiuno
Para renovar el DNI me hacen falta dos fotos, con el miedo que me dan. Ahora me veré en la obligación de observar mi rostro, de observar en él las huellas que deja el paso del tiempo, de comprobar si permanece o no intacta mi identidad en esos ojos interinos, que las arrugas en el cuello ya estaban en mí cuando todavía no eran, que he venido a parecer lo que estaba previsto que fuera. El paso del tiempo tiene en la fotografía uno de sus aliados más implacables. La realidad asusta menos que su reflejo o, mejor dicho, que su fijación. Pese a que huyo de mi rostro cada día, a que evito mi mirada en el espejo, cada vez que caigo dominado por su encantamiento un coyuntural estado de ánimo positivo puede ayudar a conjurarlo. Como instrumento para medir los estragos que el tiempo ejerce sobre nuestros rostros, el espejo es menos intimidatorio porque su bondad consiste en reflejar lo inmediato, es una realidad que refleja lo que somos en una dimensión paralela. La fotografía, sin embargo, es rotunda, y si provoca en nosotros ese temor al tiempo que ha pasado es porque nos hace recordar cómo éramos antes. El espejo, no. Su artifício es tan reversible que a veces hasta nos refleja más jóvenes, da un paso atrás en el tiempo. Por lo demás, la diferencia entre esas dos miradas es una cuestión de grueso matiz: en el espejo tememos ver lo que somos. En la fotografía, lo que hemos perdido.
Veinte
Como D y C hacen tanto ruido en la cocina y me despiertan, decido abandonar la cama y entrar en la ducha. Luego, cuando ya se han ido, me preparo tranquilamente el té y desayuno al calor del tibio sol que inunda la cocina. En una revista leo el fragmento del viaje de un tal L. Simon a bordo de un velero. No soy de mar, pero anhelo aventuras cuyo trazado puedan convertirme en otro. La literatura hace posible ese cambio de realidad, pero la materia narrativa está en el agua. Si fuera de mar le pediría a Kike, mi cuñado, que me llevara con él, en su barco de verdad, a escribir esas páginas. Pero para ello necesitaría primero renovar el DNI que hace algunos años me robaron y comprobar si aún sigo siendo el mismo de antes. Mientras me dirijo a la comisaría intento recordar qué fuí yo antes de lo que soy ahora, dónde vivía y a qué inútiles trajines me dedicaba. Para qué, si no fuera posible algún día navegar, contra viento y marea, necesita uno un carné de identidad. Para qué, para cambiar la titularidad del coche que me dieron T y C? Para eso sólo no hace falta tener identidad. La identidad hay que tenerla cuando menos para atravesar de parte a parte un océano. Las vidas grises, las existencias mediocres, los hábitos y costumbres rutinarios se acomodan perfectamente al anonimato. El desarraigo, el destierro y el exilio la precisan. La vida nómada, también. Una identidad que el viento difunda por las cuatro esquinas de la realidad y el sueño, que la haga visible. Una identidad sin rostro, sin firma, sin oficio. Sin plástico.
Diecinueve
Hace tiempo que Amina no venía. Me ha dicho que estaba trabajando en X, haciendo jornales. No le desaparece del rostro, con todo, el pesar y la incertidumbre. La tristeza. A veces, cuando me habla de sus cosas, me da la sensación de que espera encontrar en mí una ayuda que resuelva en parte esa incertidumbre y ese pesar. Pero yo no sé cómo. La última vez sacó una carterita del bolso que siempre le cuelga del hombro y me enseñó algunas fotos. De ella y de sus dos hijos, que están en Marruecos, con su madre. En una de ellas Amina, más joven pero no menos guapa, posa sonriente, envuelta en velos. El escenario son los espejos y el modesto mobiliario de la peluquería que regentaba en Larache. La relación con su marido es turbia porque me da a entender que no lo es, pero no revela más detalles y está en su derecho. Yo me hago cábalas y deduzco narraciones paralelas que vale más que permanezcan en secreto. Sé, porque me lo dice ella, que su situación crea muchas dudas entre los paisanos que la conocen, y me imagino que para sobrevivir tiene que guardar celosamente esa parte de su vida. A mí me dice que se separó de su marido, pero no consigo hacer encajar ese relato en su contexto cultural. Barrunto que hay detrás un drama complejo y doloroso, pero no me meto.
Dieciocho
Me relajé anoche viendo un poco de televisión. Una orquesta de músicos con una cantante de larga melena al frente magnetizó mi oido y mi mirada. Eran Pink Martini. Interpretaban la canción Tiempo Perdido, un tema tristemente dulce y melancólico que me acompañó en los aciagos días de S, cuando en mi corazón resonaban los ecos de un caballo desbocado por la decepción y el dolor. Por entonces yo ignoraba el título y la letra de aquella canción, pero era un refugio de belleza y un pañuelo cálido con el que aliviaba mi pesar. Ahora sé también que era el emblema de una despedida, la divisa de una historia de amor con un triste final. Un tiempo perdido. Lo sé ahora, lo supe anoche, viendo un poco de televisión.
Trato de imaginar la ciudad donde esa mujer vive, las periferias desoladas, las largas avenidas de luces amarillas, los parques vacíos, la noche fría, el portal oscuro…Subir las escaleras angostas me cuesta, me agota la humedad del aire viciado, los rellanos malolientes, la vigilancia de los ojos…Abrir la puerta es fácil, y es franca la entrada, que tiene una alfombra raída de recio bermellón. En el pasillo, al fondo, una luz blanca decide por mí. La puerta, despintada, deja pasar un delgado mensaje de sombras, la cama está deshecha, las ventanas cerradas. La mujer ha escrito algo en ese papel que ahora tengo en mi mano, unas palabras donde la urgencia de la ausencia no se concreta. Hay unas bragas en el suelo, al fondo, en un rincón donde a veces duerme un gato. Por encima de la noche planean silenciosos los sonidos urbanos. La sombra de sus alas adormece mi determinación. Me tumbo en la cama y cierro los ojos. Sueño otra vez con su cuerpo. Hoy no vendo nada.
Diecisiete
Para bien o para mal, soy aficionado a esa clase de películas de carácter intimista en las que la música, el silencio y los breves diálogos demoran la belleza de las escenas sin alcanzar un éxtasis. Dicen que en cierto cine francés esa belleza arriesgada hasta el límite es una seña de identidad reconocible. Por desgracia, me faltan ejemplos. Más allá de ese umbral que marca el riesgo calculado, una sencilla historia de amor rica en matices sensoriales pierde su gracia original: la atmósfera se espesa, fermenta, se enturbia la luz. Los diálogos se oscurecen. Si su estructura narrativa es sólida, la película no se derrumba. Si está bien urdida la trama, no se desvanece. Si los personajes se quieren, el amor no se gasta. Y pese a todo, nada puede ya salvarnos del aburrimiento. No sé qué tiene que ver todo esto con la película que ayer ví en el Auditórium, pero de Tres días con la familia, la ópera prima de Mar Coll, dicen sus críticos que bebe del cine francés más reciente. Aquí, en la historia de Lea, una joven estudiante que regresa a casa al entierro de su abuelo, hay también una historia de amor no narrada que esconde sus dramas bajo el llanto de una almohada. Pero es una historia periférica, como las que viven sus personajes, ocultos en un juego permanente de apariencias e imposturas. El retrato es el de una familia de la burguesía catalana de sentimientos envasados al vacío. En la película no hay trama, los personajes generan secuencias encadenadas en torno al hecho luctuoso que los convoca, observan complacientes el engaño de los rostros que los reflejan. Bien vestidos, circulan en torno al muerto en el velatorio, en el funeral, en el entierro y en los postres, mientras la mirada de Lea los desnuda. Y sí, hay diálogos que son breves y no matan, silencios que llenan a medias un vacío necesario y música que irrita cuando el corazón no la pide. Pero no aburre. No da tiempo. Todo aquello que ocurre en una hora y quince minutos puede ser hasta divertido. Incluso un entierro.
Dieciséis
Por la mañana, resuelvo desayunar en esa cafetería neutra donde el café lo sirve una muchacha tímida y sigilosa. Las revistas, invariablemente atrasadas, hablan del corazón. No hay periódicos ni música. El local está casi siempre vacío. Me siento al fondo, pegado a la pared, y si me gusta ir allí cada cierto tiempo no es por los pequeños y económicos bocadillos de jamón que tan espléndidamente preparan, sino por leer a Alejandro Rossi, para llenar ese espacio de silenciosa y aséptica rutina con sus inteligentes distracciones. Es mi performance particular, siempre el mismo libro. Si leyera a Borges, también me lo pasaría bien aquí. Los dos compiten en inteligencia y en síntesis. Sin ser iguales, construyen sus prosas con cálculo hermoso y desenvuelta erudición. Y por la elegancia y la pulcritud de la frase, que resume conceptos y minimiza descripciones, los dos abocados al formato breve. Por eso me gustan. Si hubieran escrito novelones, no les invitaría a desayunar aquí.
Por la tarde, en la tienda, dedico las horas al estudio y la investigación del paso del tiempo.