Quince

Esta tarde he ido a la estación de autobuses a hacer retratos de mujeres. Es un viejo proyecto que inicié en Montevideo, en la terminal de Tres Cruces. Mientras esperaba la llegada del colectivo, tomaba como modelo la mujer que esperaba frente a mí y la describía a mi manera, esperando que el perfil que diseñara inspirara a su vez una historia, una escena o una secuencia y su potencial desarrollo. Esos apuntes, pocos, están ahí, en una libreta que contiene inutilidades diversas. Con ese fin, el de recuperar aquel viejo proyecto, he ido esta tarde a la estación de autobuses de T. Luego he caído en la cuenta de que es una iniciativa tonta. Cuando estaba de viaje, encontraba natural apuntar y escribir de todo aquello que encontraba al alcance de mi mirada. El contexto lo permitía. Ahora, sentado allí, en un banco vacío frente a otro banco vacío esperando a alguien a quien mirar me ha hecho sentir ridículo e involuntariamente perverso. Además, la estación de T no tiene el colorido, la diversidad y el trajín de la de Tres Cruces, y la inspiración puede llegar sin moverse del sillón de casa, basta con tener un proyecto bien definido. Al menos, para eso sí ha servido. He corregido un par de retratos de los que ya tenía escritos y apuntado algunas ideas nuevas que iré desarrollando, a ver que sale. Este es uno de ellos:

«Se sienta frente a mí una mujer vestida de militar. Tiene los brazos cruzados y mira con mucha seriedad al frente, sacando el poco pecho que le permite la holgura de su camisa caqui, abotonada con rigidez hasta el cuello. Ha dejado su gorra de plato en el asiento de al lado, sobre un manojo de papeles envuelto en un plástico transparente, una carpeta de cuero, un móvil y unas llaves. En la muñeca izquierda lleva un reloj cronómetro con la correa de caúcho. De vez en cuando, baja la vista y hace girar la muñeca con el probable fin de consultar la hora. Cuando, por los altavoces, una voz femenina anuncia el retraso indefinido de un autobús con destino al norte, arruga el sombrío entrecejo, libera los brazos y pulsa con el índice de la mano derecha uno de los botones del reloj cronómetro. Luego, saca del bolsillo de la camisa un pintalabios de reluciente funda plateada en forma de bala y un espejito redondo y empieza a pintarse. Son las nueve horas, dos minutos, siete segundos y cuarenta y ocho centésimas de segundo de un día lluvioso en tiempos de paz.»

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Catorce

Siempre he sentido debilidad por las mujeres sin pintar, en pijama, con el pelo recogido en una improvisada coleta, o suelto, acariciado por una mano lenta marcada por el sueño, los ojos medio cerrados, los labios mohínos, casi pedigüeños. En pijama o en bata, una bata rosa y zapatillas de felpa del mismo color, arrastradas con pesadez por un cálido suelo de madera gastado por la rutina o por el amor. En pijama, en bata o desarregladas, vestidas con informalidad doméstica, con camisetas largas y anchas que marcan muy levemente sus pechos y distraen o acercan a contraluz sus formas, con camisetas cortas, agujereadas en las mangas, con pantalones anchos, descuidados, con sandalias, con calcetines gruesos, descalzas. La intimidad es la marca de su belleza, el sello de su sensualidad. Luego, cuando se visten, se pintan o se arreglan la marca de esa belleza secreta desaparece. Son otras. Veo a otras. Y a mi me gusta ver a A abriendo la nevera mientras bosteza, con el pelo despeinado sobre los hombros, y a C, que recoge su resplandeciente belleza nocturna en las rayas de su cálido pijama, vuelta hacia la ventana, recibiendo el primer sol de la mañana, y a M, en malla negra, desaliñada, siempre siendo lo que es, esté dentro o esté fuera.

Trece

Amina me visita esta mañana envuelta en sus pañuelos de invierno. De una arrugada bolsa de plástico que extrae de su bolso saca una tartera y una crepe densa y olorosa. Lo que hay en la tartera no sé cómo se llama. Está hecho con harina y azúcar, con semillas de sésamo, con leche y con canela. Es una pasta de moderado sabor dulce, áspera y seca, para untar y comer acompañando algunos platos. Un regalo para tí, me dice. Este primer rasgo de generosidad de Amina, en cierto modo, me conmueve. Lo que hay en su cabeza y en su corazón todavìa es pronto para saberlo. Su intimidad está a cubierto de acechanzas y oportunidades. El caftán o chilaba, el pañuelo, el pantalón que tímidamente asoma y cubre el tobillo, el calzado siempre cerrado es algo más que una vestimenta con la que ahuyenta el deseo de los hombres. La protege también de análisis equivocados o de observaciones persistentes, la defiende de opiniones, de rumores, de habladurías. Pero debajo de esa ropa hay un corazón que late, y una cabeza que piensa y, iba a decir, que duda, pero no lo digo…Ciertos rasgos de generosidad no son incompatibles con el acatamiento ciego a unos dogmas. Al contrario. En el corazón de Amina hay disposición y agradecimiento, ternura y compasión. Lo que no sé es qué parte corresponde a su naturaleza y qué otra a esa obediencia temerosa de la doctrina. Aún no lo sé. Por lo demás, un rasgo de generosidad no convierte a Amina, ni a nadie, en un ser bondadoso. Rasgos inequívocos de generosidad se dan también en el malvado. Y una persona buena no es tampoco aquella que impone criterios o no admite réplicas o huye asustada de la razón. El Sáhara es marroquí y punto. A Amina, sin duda también por ignorancia, le basta una sola verdad. Y ahí es donde su generosidad mengua o desaparece. Y la verdad no admite recortes.

Luego está la realidad, la que no admite filosofías ni recreaciones poéticas o aventuras más o menos literarias. La realidad que advierte y manda callar al poema susurrante y melancólico que se complace a sí mismo, el texto pretencioso y edificante, el que eleva dictámenes y sentencia metafísicas. La de Amina, que empieza a conocer las carencias de su desamparo, el alejamiento de los suyos, el difícil día a día. Sin trabajo y sin perspectivas de tenerlo, con los ahorros de su cuenta a cero, qué le importa a ella cuál es la naturaleza de su bondad. Hay que comer. Y ahí viene, cargada de esa realidad urgente que no admite florituras de estilo, con el carrito de la compra colmado de alimentos donados por la Cruz Roja.

 

Doce

No puedo con Ricardo Menéndez Salmón. Pude con El Corrector, su última novela, pero Derrumbe es un muro. Me cansa ese estilo de prosa un tanto fingida que mezcla la eficacia económica y la abstracción. Derrumbe es una novela corta demasiado larga para mi gusto. El alcance de su recorrido no lo miden sus páginas sino su extraviada estructura argumental, que distrae y aleja del centro de la emoción. Como no he sido capaz de llegar hasta el final, ignoro si un desenlace sorprendente o inesperado justificaría ese hiperbólico laberinto de imaginación. Hasta cierto punto, infantil. No lo pienso comprobar.

Me encuentro esta mañana con Claudi, en el puente. Viene del brazo de una mujer, una novia nueva, tan parecida a la última que por un momento he pensado que eran hermanas. Con Claudi coincidí unos días en el chalé, cuando viví allí por primera vez. Entonces ocupaba la habitación chachi a la que yo luego me trasladaría, cuando poco tiempo después la abandonó. En herencia me dejó a Dorothi, una de esas plantas tropicales de hojas lanceoladas y carnosas que emergen de tiesos y perfectos cilindros amarronados. Tronco de Brasil, dicen algunos que se llama. La cuidé con atención y mimo, como a una buena amiga y, cuando me tocó irme a mí, Dorothi pasó a manos de C, que no ama las plantas a menos que sean las de sus propios pies. Ahora Dorothi vive en la terraza, manca de un brazo, deslustrada, polvorienta y a merced de climatologías adversas. Por suerte, a Claudi se le ha olvidado esta mañana preguntar por ella. Y yo, porque la discreción obligaba, no le he preguntado por María, su pareja clon de la actual. El amor tiene estas cosas graciosas. Supongo que todos tenemos un modelo, un maniquí al que vestimos con ropa de nuestro gusto y al que dotamos con rasgos que nos magnetizan. A lo mejor en eso consiste enamorarse, en ir de paseo por los grandes almacenes de los sentimientos, mirando con atención los escaparates, atentos al guiño de esa figura acartonada, rígida e inmóvil en apariencia, en la que se esconde una parte de la felicidad de nuestro futuro. A lo mejor es eso, pero no creo que sea eso.

Once

El hombre que ayer por la tarde entró en la tienda llevaba dos bolígrafos en la mano, uno azul y otro rojo. Al princípio, me asustó. Abrió la puerta despacio, la cerró suavemente y luego se abalanzó hacia el mostrador, donde yo estaba. Una vez frente a mí, esbozó una sonrisa franca y confiada y agitó los dos bolígrafos en el aire. Le dejé hablar. Se presentó como un honrado trabajador golpeado por la crisis. Desde que cerró su empresa, algo más de un año, trabaja donde puede y como puede. Ahora atraviesa un crítico momento sin dónde ni cómo. Va de aquí para allá, se hospeda en albergues municipales y come en comedores solidarios. Con los bolígrafos se gana algo. Tiene familia pero no quiere saber nada de ellos. No le comprenden. Su actual compañera, una mujer de cuarenta y dos años sin trabajo como él y con la que le gustaría compartir su vida, es una buena persona, aunque sus hermanos digan que no. Si tuviera trabajo, podría alquilar un piso y llevarla a vivir con él. Sus hermanos dicen que ella es la mujer que ha echado a perder su vida, que es mejor que se olvide, que la deje y que se olvide. Sus hermanos dicen que las mujeres ahora sólo buscan su propio interés. Que no sea tonto. Dicen que la mujer de la que él está enamorado es una caprichosa, y eso no es verdad. Bebe los vientos por él. Por eso no quiere saber nada de ellos. Para él, la familia es una mierda. Bah, la familia. No tiene una sola cosa buena que decir de la familia. Le dije que yo estaba empezando a escribir de la mía por orden alfabético. Ah, entonces no le vendrán mal un par de bolígrafos! Es la voluntad.

Diez

Durante la cena, anoche, A me habla de la última historia de amor que aún arrastra. Como me pide mi opinión, en tono dramático y jocoso le conmino a que abandone para siempre a ese hombre. No sé, no le conozco. A me ha hablado de él poco, pocas veces, sin muchas ganas, no tiene por qué. Anoche se extendió algo más. Atraviesa uno de esos momentos de duda que sólo los resuelve el temperamento frío o el muy indiferente. A es risueña y alegre e inteligente, y si algunas veces cae en la ingenuidad es porque no tiene nada de fría y menos aún de indiferente. No voy a entrar en detalles. Las historias de amor son de cada uno, los consejos valen poco o nada y si te los dan estando aturdido es probable que los apliques al revés, a riesgo de acertar, y nadie le asegura a nadie que lo mejor para uno es acertar. Con el amor, nunca se sabe.

 

 

 

 

Nueve

Veo Los abrazos rotos en el Auditori Felip Pedrell. Me siento identificado con aquéllos que exigen la perfección en cada película de Almodóvar. Como es mucho pedir, no encontrarla constituye una decepción. La estética es siempre brillante, escenografías, cuadros, canciones y escenarios que son la firma incuestionable de un modo muy personal de hacer cine. Y sus historias también. Pero en Los abrazos…hay para mí un exceso de secuencias «secas», inútiles, y falta puntería en la emoción. Abandoné enseguida la sala cuando la película terminó, salí rápido, no me demoré, como lo hago siempre que una película me gusta, leyendo minuciosamente los créditos (soy de ésos), aprendiéndome el reparto, los títulos de las canciones, las localizaciones…además, estaba harto de abanicos que se abrían y se cerraban y de suspiros y sofocos exagerados por un calor que yo no percibía. La importancia de Almodóvar ha colonizado los espíritus de esos matrimonios maduros adictos a los melodramas barrocos, el de esas señoras de floreados vestidos económicos que viajan solas a los escenarios de la cultura popular, con legados pobres en literatura, sin herencias cinéfilas, aficionadas a un cine de lágrimas y sentimientos donde brotan lazos de sangre desde el centro de una materia oscura o corrupta. Poco atentos, quizás, a una estética de línes perfectas, extrañados de una música no pocas veces superior a las secuencias que la inspiran, indiferentes a la luz, a las sombras, con convincente criterio (éso es lo que vale) centran todo su interés en la historia, en el choque, la colisión, la lucha cuerpo a cuerpo entre personajes tantas veces al límite de sus emociones. Adaptados ya a las nuevas formas que contiene la modernidad de su cine, asimilado su otrora escándalo, despliegan sus abanicos en las salas abarrotadas de congéneres, confiadamente, como en casa frente al televisor cuando miran cine de barrio. El de Almodóvar es cada vez más un cine para adultos, como el que abarrotaba la sala del  Auditori Felip Pedrell el pasado lunes. Un cine para pensionistas.

Ocho

De Duvravka Ugresić desconozco absolutamente todo. Lo que ahora sé es lo que me cuenta la contracubierta de un libro de crónicas suyo que esta mañana, antes de abrir la tienda, he comprado, editado por Anagrama. Hace ya tiempo que no compro novelas a ciegas porque el riesgo de decepción es cada vez mayor, y mi bolsillo cada vez más pequeño. No me pasa con los libros de crónicas, que tan poco abundan, por cierto. Estoy encantado. Me ha gustado este fragmento porque es divertido y ameno, y contiene una forma de mirar que adelanta perspicacias e ironías brillantes. Espero encontrar muchos de estos. Pero internet me da otras pistas: Duvravka Ugresić nació en Croacia en 1949 y la abandonó en 1993, perseguida por su antibelicismo y su antinacionalismo durante la guerra de Yugoslavia, algo entonces imperdonable. En una entrevista para El País del año 2003 enumeraba las tres humillaciones a las que se vió sometida, ella y los que padecieron la brutalidad y la estupidez de aquella guerra: la imposición de una identidad, la paranoia como forma de vida y  el olvido forzoso del pasado: «La destrucción no fue sólo material, fue mental y de manera constante».  Seguiré rastreando.

«Hay personas que escribirían sus memorias ellos mismos, pero no saben cómo hacerlo. Para éstos, los mercados ofrecen servícios de entrenadores y terapeutas con licencia, así como instructores de escritura creativa especializados en libros de memorias. Los instructores ayudarán al principiante a «desenterrar sus recuerdos enterrados», a vivir la «experiencia creativa» que supone el acto de escribir las memorias. Además, los instructores le enseñarán al estudiante cómo encontrar citas que son hermosas y están bellamente escritas. («El verdadero viaje de descubrimiento no consiste en buscar nuevos paisajes sino en tener nuevos ojos», Marcel Proust; o: «Hay dos maneras de difundir la luz: ser la vela o el espejo que la refleja», Edith Warthon). Y, lo que es más importante, los entrenadores convencerán al alumno de que su vida debe ser escrita. Porque cada vida es «especial y única». Una alumna de noventa años, que se sometió a la terapia de la escritura creativa y escribió sus memorias, declaró: «He tenido una vida maravillosa. Sólo lamento no haberlo sabido antes.»  D.U.

 

Vuelvo al chalé de Tortosa, pero la habitación que yo ocupaba antes, la mejor, está ahora ocupada por C, que a su vez estaba en la que yo ocuparé ahora, más pequeña, sin cuarto de baño propio y más rancia de estilo, más «sólo habitación». Una cama grande presidida por un crucifijo discreto, dos mesitas de noche, un tocador de estilo clásico sobre el que descansa un pequeño televisor de pantalla plana, una mesita para poner algún libro y el ordenador y un armario de tres cuerpos, fenomenal e igualmente clásico. Lo mejor es el sillón de orejas al pie del gran ventanal, y la calidez del suelo de madera y las pequeñas alfombras repartidas aquí y allá. No es de mi gusto, ni lo que deseaba, pero ya estoy aquí. La sintonía con el resto de los inquilinos, que ya son amigos, la doy por asegurada. Si no, no me quedaría. Hoy he comido con A.

Desplazándose en el espacio, el nómada se mantiene al margen del tiempo.

Siete

Me ha pedido tantas veces dinero que ya me he cansado de decirle que sí. Es un caso extraño, el de esta mujer, porque su apariencia contradice su relato. Primero fueron diez euros, luego otros diez y otros diez y ahora veinte. Me los ha devuelto siempre, es verdad, pero por experiencia sé que hay una última vez en que el dinero ya no vuelve, y antes de que eso suceda, me he negado. Además, le he dicho que no soy un banco, ni un prestamista ni no sé cuántas cosas más. Su decepción ha sido enorme, pero aún así ha insistido, como si de la amistad que no hay entre nosotros dependiera su dignidad. Y no, no puede ser que yo, un desconocido al fin y al cabo, sea la única persona en el mundo que pueda dejarle dinero. Lo más sorprendente es que me habla con absoluta naturalidad de un marido que hace trabajillos esporádicamente, en lo que sale, y de una madre ingrata, «podrida de dinero», que nunca ha llevado bien tener una hija que va a su aire. A mí todas esas cosas no me cuadran, pero a ella parecer ser que sí, y se ve que, en su conjunto, el mundo ha de agradecer que existan personas sensibles y comprensivas como ella, quien, a pesar de todo, no guarda a nadie ningún rencor. No, se acabó, ni un euro más, así que me ha pedido su book de acuarelas y, muy ofendida, ha salido de la tienda sin decir adiós.

En cambio, a mí, su actitud me ha dejado un denso poso de irritación. Por dentro, que no sé si es peor. Me ha pasado otras veces, lo de prestar dinero, así, a cualquiera, deben de ver en mi cara de tontaina o bobalicón. Como el joven aquél, pocos meses después de abrir la tienda. Entró una mañana a comprar unas barritas de incienso para su novia, «que le gustan mucho todas estas cosas». Su desaliño no hacía desconfiar, su barba descuidada tampoco, su pelo revuelto o sin peinar menos porque le colgaba del brazo un viejo casco para la moto que seguramente acababa de aparcar. Lo dijo luego, además. Trabajaba de no sé qué, por temporadas breves, en el ayuntamiento, y venía desde no sé donde en la motillo de no sé quién. Bueno, era simpático y entretenía, y a lo mejor vendría un día con esa novia a la que tanto le gustaban aquellas cosas. Vino él, otro día, con no sé qué reclamo a cuenta de no sé qué asunto. Charlamos, me entretuvo, seguía sin afeitar. Que si le dejaba cinco euros, me dijo al final. Para la gasolina, que esa mañana se le había olvidado coger algo suelto. Me los devolvería, dijo. Y me los devolvió, pero no sé cuándo, ni cuánto, no conté aquel puñado de diminutas monedas que dejó sobre el mostrador. Con la misma camisa y el mismo pantalón, pero mojados, porque aquella mañana llovía bien, entró otro día en la tienda y con apremio y como con humilde necesidad, casi dando lástima, me pidió diez euros. Que ya no tenía la moto y tenía que ir en autobús, pero sólo unos días, hasta que le dejaran otra. Cómo no se los íba a dejar, así como estaba, empapado y triste, sin moto y a lo mejor ya también sin novia, si alguna vez la tuvo. No lo llegué a saber porque ni vino ni le he vuelto a ver más, desapareció para siempre y los diez euros desaparecieron con él, pero eso ya no importa, creo que en el fondo me gustaría verle aparecer, por verle aparecer, incluso estaría dispuesto a darle diez euros sólo por verle aparecer.