Allí vive un hombre que es aún muy joven. Alquiló ese pequeño ático hace unos meses, en un barrio de una gran ciudad que no llegará a conocer ni siquiera mal, un barrio de reconocido prestigio popular, con playa propia, chiringuitos de comida y almacenes industriales de servicios portuarios. Del ático, que pasa por ser su vivienda, hace un uso muy precario. Viene a dormir, algunas veces se ducha y una vez, por motivos que no vienen al caso, calentó comida en el fogón. La cama donde duerme tiene el nombre común de colchón en el suelo, con aparato de radio incorporado. Los pocos sueños que tiene, todos de una callada grandeza, los alimenta una emisora que difunde música y cultura popular. Esa comida intangible la administra el joven en dosis pormenorizadas dos veces al día, una por la mañana, al despertarse, y otra por la noche, antes de no poder dormir. Le cuesta dormir porque siempre viene tarde, cargado de las preocupaciones propias de un joven despreocupado, con los signos de un cansancio urbano forjado en alcanzar quimeras poco nutritivas. Otros alimentos, algo más sólidos, le vienen al joven en forma de cenas solidarias, piscolabis alternativos y pan con chorizo en el gallego. Allí también le dan caldos y morriñas que endurecerán para siempre su espíritu de nómada melancólico. De los amigos que tiene, que son cuatro, dos le tienen en mucha estima y él a los otros dos, también. Por decirlo de alguna manera, comparten esa clase de amistad sustentada en un sueño común regado con cervezas medio calientes y atmósferas de tabaco barato. Admite que la diferencia con ellos estriba en su soledad restringida y en su reserva, una sustancia íntima que tira a gris y de cálculo torpe. De esa soledad se desprende un matiz que el futuro resolverá en estaciones lluviosas, y tendrá sexo y afecto como los que ellos ahora tienen, pero a plazos. Eso hace que en noches de turbulencia bohemia, en casa de uno del otro horneen una pizza o un tocino y regrese a casa cenado, sin otra fantasía que la de seguir tirando. Como es perezoso, no le sirve de nada el cacho tabla que cogió abajo para usar como mesa. Allí encima tiene aún todos los papeles en blanco, ideas de versos sin escribir, apuntes sin registrar, una novela larga que el día que se siente la redactará de un tirón, a lo Balzac. Porque está convencido de que su destino tiene esa forma imprecisa de los que quieren y no pueden, trabaja en lo que sale, casi siempre poca cosa, faenas sin oficio con poco beneficio. Con esos prácticos resultados cumple su objetivo de vivir a base de bien sin pagar el alquiler un solo mes. Y se lleva a la terraza, cuando hace sol, pensamientos graves y profundos con los que alcanza alturas y regiones con aspecto de trastero. Así, pasan dos meses de abril y el infortunio del amor le expulsa del paraíso tantas veces anunciado. Entonces le viene un ansia sin nombre de crecer al margen de futuros peores porque le cortan la luz y el agua y la poesía no acaba de arrancar. De modo que cierra la puerta, entrega las llaves y baja esas escaleras estrechas como si volara, a la velocidad del olvido.
Mes: noviembre 2018
Ritulata. 2
Entre nosotros hay un hombre de profesión pastelero que aún carga con el viejo sueño de abandonar su oficio, abandonar el pueblo y abandonarlo todo. En las tabernas donde se junta con otros de su misma edad lo dice bien alto y poco claro, añora la breve felicidad que tuvo cuando la música , los libros y el amor eran más que promesas y abandonarlo todo una decisión firme y llena de futuro. Ahora mira el ataúd cerrado con alegría, convencido de que algún día lo abandonará todo.
Entre nosotros hay un hombre fatigado por cada hora que pasa sin dejar ninguna esperanza, que son todas. Va con su melena suelta y gris de tasca en tasca ansioso de hallar una modesta pasión que haga crecer la vida que le empequeñece. Ya no tiene edad para más, dice él, y todo lo que necesita es una hora, una sola hora intensa que colme su modesta ambición. Pero mira el ataúd cerrado sin esperanza: la eternidad tampoco le satisface.
Entre nosotros hay un artista que ambiciona todo y pone en ello una voluntad indomable, de hierro. Sobre ese eje indestructible construye este hombre que aún es joven sus castillos de arena y con insistencia despliega sus proyectos sobre las mesas encharcadas de cerveza. Tiene arte, maña, fuerza y habilidades que muchos de nosotros quisiéramos. Y valentía y empuje, pero es vulgar y barato el material con el que pretende levantar sus imperios legítimos. Con franco pesar, mira el ataúd cerrado y calcula cuánto costará uno a la medida de su grandeza.
Entre nosotros hay un hombre que ya lo tiene todo, familia, coche, trabajo y vicios. Se peina hacia atrás, tiene barriga y fuma sus cigarrillos en una boquilla ridícula. Pero no tiene encanto y el dinero acumulado no es un pedestal seguro, hilvana frases hechas de lugares comunes, se ríe por lo bajo para ocultar su desengaño y anhela una soledad que le dé el honroso prestigio que cree merecer. Adscrito al ritual del café, soporta con polvorienta dignidad el paso de las estaciones. Al mirar con fijeza el ataúd cerrado, su discreta felicidad se marchita.
Entre nosotros hay un hombre cuyo anonimato ha dejado de serlo para siempre. Se presenta con barba y bajito, mirando a muestro alrededor con ojos medio sueltos, como los botones mal cosidos de una chaqueta mil veces usada. Y habla lento, débil, con prosa vieja y carcomida, ensayada en el silencio de su cuarto para la ocasión. La tristeza que le posee es sincera y las lágrimas a punto de estallar también. Mirando el ataúd se ve que desearía regresar cuanto antes al anonimato definitivamente perdido.
Entre nosotros hay un muerto que quería ser un muerto. Descanse en paz.
Marosa en Agraria
Ayer me llamó Marosa y me dijo que echaba de menos mis arroces, que cuando volviera de Agraria, la región limítrofe con la nuestra en su lado norte, pasaría por mi casa y se quedaría unos días. No se atrevía a darme fechas, me dijo, porque le ocupaba un caso que había entrado en aguas sumariales algo turbias y no había garantías de abandonarlas a corto plazo. Era raro que la investigación extendiese su radio de acción tan lejos, incluso fuera del ámbito de su control administrativo, que era la región, pero Marosa lo explicó todo muy bien cuando narró para mí los hechos. Por mi parte, desconocía que en la ermita del niño Jesús de Faros, en la rocosa serranía de Las Frías, hubiera un santo que sangraba. San Astenio. La alarma saltó cuando uno de los cabreros encargado de restañar las heridas del santo, descubrió una mañana que la hornacina de piedra que ocupaba estaba vacía. El cabrero dio parte a las autoridades locales y la desaparición de la figura pasó a manos de Marosa, la jefa de Asuntos Misteriosos. Descartada la primera hipótesis, que contenía un insostenible argumento de desaparición por arte de magia, Marosa y su equipo concluyeron que se trataba de un robo. El valor artístico de la talla era nulo, pero la escultura sangrante del santo sostenía la fe de los lugareños y la marca identitaria de la zona, que atraía cada cierto tiempo a peregrinos y devotos de San Astenio. Como las pesquisas efectuadas en el territorio resultaron infructuosas, Marosa solicitó ayuda exterior. La información se hizo esperar, pero una mañana llegó a la comandancia un documento policial en el que se daba cuenta del hallazgo. Lo firmaba S. Marcos, homólogo de Marosa en la delegación agrariense, donde se había encontrado la figura. A partir de ahí, el caso entraba en los espesos fanganales de la justicia devocional y su resolución parecía dificil. Los lugareños de Jolín, el pequeño pueblo de Agraria en cuya ermita de San Astenio había sido encontrada la pieza, negaron que se tratara de un robo. Los pies llagados del santo, las magulladuras en los brazos y su ropa de peregrino hecha jirones demostraban que San Astenio había llegado a Jolín por su propio pie, y que había elegido la ermita que lleva su nombre como residencia por voluntad propia. Argumentaban, además, que Jolín sufría los atrasos de un pueblo abandonado por sus gobernantes y San Astenio, abogado y protector de los desvalidos, había llegado para auxiliarlo. De modo que el pueblo entero, con su alcalde a la cabeza, defendía que el santo sangrante era ahora propiedad de Jolín y ahí debería quedarse para siempre. El debate estaba abierto, pero la Iglesia, a quien competía en última instancia la emisión de un parecer justo e irrevocable, declaró no estar ya para perder el tiempo en semejantes naderías. Cuando me llamó Marosa, el santo se encontraba en las dependencias policiales de Herniado, la capital comarcal, sometido a interrogatorio. Si hablara, sus palabras podrían aclarar de forma definitiva el misterio de su desaparición, por lo que no se descarta que ese milagro también se produzca. Pero va para largo, me dijo Marosa, no eches todavía el arroz.
Carpeta de sueños. (4)
Me esperan mis once hijos en el patio en formación de revista porque quieren enseñarme sus tatuajes. Al fondo, contra una espesa pared de matorrales, se amontonan cajas espachurradas de comida para avispas. El mayor, el primero de la fila, tiene un salvavidas de patito enrrollado a la cintura y la cara llena de granos. Me dice con lágrimas en los ojos que soy un mal padre que no se acuerda nunca de sus hijos. Desde el otro extremo de la fila, la más pequeña me tira un ladrillo de plástico a la cabeza mientras el resto se ríe. Mi hermana Angelita asoma desde el interior de un contenedor y pregunta de donde ha salido toda esa chusma.
Veo a través del móvil unas montañas altas y hermosas cuyo nombre desconozco. Le digo a Fran que como él sabe de estas cosas quizás pueda acercarlas un poco más. Me dice que no puede porque tiene entreno, pero me escribe en un papel, con su cepillo de dientes, una dirección de confianza. Diles que vas de mi parte, dice, mientras hace ejercícios en la rueda giratoria de una jaula para hamsters.
Miguel y Eduard cocinan arroz en una perola grande, sobre un fogón pequeño al que Miguel zarandea con fuerza. Eduard lleva una cinta o un pañuelo alrededor de la cabeza y sonríe al verme entrar. En un rincón, sobre un suelo atestado de serrín, se amontonan huesos de jamón y cabezas enteras de vaca con la lengua fuera. Oigo la música o el ronroneo confuso de un transistor o algo similar que viene del exterior, de un jardín o de un patio. La perola está llena de burbujas grasientas y emite una música similar. Qué bonito, le digo a Miguel. Y Miguel me dice que es el último tema de Julio.