Es adivina

Se sienta frente a mí una mujer. Es adivina. Le he traído una foto de mi novia, que hace días que no sé nada de ella y me gustaría saber dónde está. En su bola de cristal, la vidente me ha dicho que de momento no aparece nada. ¿Tienes alguna prenda suya? me ha preguntado. Por suerte, conservo el pañuelo empapado en lágrimas de la última vez que nos vimos. Ha cogido la prenda y ha frotado con fuerza la esfera de vidrio, hasta sacarle un brillo casi celestial. Nada, me ha dicho, tiene que estar muy bien escondida porque aquí no se la ve. Entonces, ha sacado las cartas del tarot y las ha desplegado sobre la mesa. Aquí tampoco veo nada, cariño, sale que encontrarás trabajo pronto y tendrás una época buena, por marzo, pero de tu novia no dice nada, déjame una mano. Le he dado la mano derecha y ha mirado con una lupa todas las líneas que la cruzan, sin dejarse ni una. Por aquí, por esta línea, ¿la ves?, por aquí ha pasado alguien, aquí hay unas huellas de unos pies descalzos. Deben ser las de tu novia, porque son las últimas, pero luego entran en un túnel, se pierden y ya no se ven más. ¿Qué horóscopo es? Tauro, le contesto. Uf, las mujeres Tauro, cuando desaparecen, dejan a su paso muchas pistas falsas. El rastreo es difícil. ¿Has traído lo que te pedí? Con algo de vergüenza, he sacado del bolsillo del abrigo una bolsa de plástico y la he puesto sobre la mesa. Con un palito de cristal, la adivina ha hurgado en su interior. ¿Estás seguro que esta es la última mierda que cagó? Seguro, seguro, estaba yo delante, le he contestado. Es poco abundante, aquí tampoco se ve nada, cariño, te voy a tener que medicar. Ha sacado un bloc de notas y me ha escrito el nombre de la medicina y su dosificación. Tres veces al día, con las comidas, durante un mes, cariño. Si aparece antes, no interrumpas la medicación, acábate la caja hasta que estemos seguros de que no volverá a desaparecer. Y bebe mucho alcohol. Son 500 euros, adiós. Hombre…caro, es caro, pero ¿y la tranquilidad que te da?

Danilo Manso, el fingidor

Danilo Manso también era un fingidor, como Pessoa: «Finge tan completamente / que hasta finge que es dolor / el dolor que en verdad siente». Muchas veces la vida de un poeta y su obra son indisolubles, y el arte de fingir se domina a todas horas, frente al papel o frente a un vaso de vino, en compañía de hombres o mujeres inventados o reales, de carne y hueso. Muchas veces, el poeta no hace diferencias entre esas dos realidades. El poeta, en cualquier caso, finge porque no conoce otra manera más noble de decir la verdad. Danilo Manso fingía, pero en la vida real era un mentiroso entrañable que no quería engañar a nadie. Era un poeta solitario e introvertido que fingía ser un hombre sociable y parlanchín. Si bebía, se entonaba, y entonces fingía ser un poeta expansivo y hasta seductor, pero en realidad era un hombre retraído y serio. Fingía seriedad y fingía campechanía, pero en realidad era zurdo y fingía escribir con la derecha. Para muchos, lo mejor de la obra de Danilo Manso está en los poemas que escribió con la izquierda, su mano de verdad. Yo discrepo, pero no soy un experto en Danilo Manso. A mi parecer, el texto que adjunto a continuación está escrito con la mano derecha, y debería ser bueno, pero Danilo Manso fingió escribirlo con la mano izquierda, su mano buena, y eso le quita la razón a sus defensores. En todo caso, a la vista está que el fingimiento lo borda:

Hoy estoy nervioso, será porque es martes y trece. Nervioso, como si una primavera no deseada me hubiera pillado a traición pintando una rosa de plástico. O porque veré esta noche a mis amigos y me contarán cosas de Berlìn y me hablarán de lechugas y tomates eléctricos y de círculos de tierra inundados de periferias. O porque he visto a una mujer que escondía su belleza en las páginas de un libro y he sido seducido por su sombra. O porque no puedo desprenderme tanto como quisiera de los avances de la vulgaridad, o porque no puedo llorar tanto como quisiera por aquello que no pude retener, o porque no puedo reir sin herirme de los fantasmas de un cierto amor. O porque ha hecho calor y ahora no, o porque no llueve y ojalá lloviera, o porque hace frío y yo siempre tengo frío, o porque yo siempre tengo frío…

LARGO DE TRINDADE

Me estaba tomando un café en un bar del Largo de Trindade cuando entró mi padre. En el bar no había nadie, sólo yo y un mozo de reparto que colocaba unas cajas en un armario chiquitín, junto a la puerta. Olía un poco a orines, el suelo un poco pegajoso, la penumbra un poco triste. Mi padre, que había entrado muy silenciosamente, iba en zapatillas de andar por casa, las de siempre, con el agujero que se hizo él para liberar el doloroso juanete. Llevaba también una gabardina azul y una boina, calada al modo rústico como se calan las boinas algunos artistas e intelectuales. Yo tenía abierta mi libreta sobre la mesa y apuntaba algunas cosas tontas que se me estaban ocurriendo. Pese a que había muerto hacía más de diez años, no me sorprendió verle. En todo caso, si algo me sorprendió fue que estuviera en Lisboa. «Hola, hijo», me dijo, quitándose la boina con las dos manos. El saludo me llenó de ternura porque nunca me había llamado hijo. Le pedí que se sentara y le pregunté que estaba haciendo por aquí. «Me voy ya, me dijo, he venido solo para regalarte esta historia». Me sorprendió la razón de su visita sí y no. Desde siempre, hubo en mi padre una inclinación natural al ingenio y las ocurrencias, al modo rústico, casi labriego, como las que tienen los intelectuales de hoy en día. No le pregunté nada más. Cogí el bolígrafo y escribí ansioso la revelación del regalo. Cuando terminé de escribir la última frase, alcé la cabeza decidido a manifestarle mi entusiasmo, pero ya no estaba. La boina, sin embargo, sí. De modo que me la calé, al modo rústico, y abandoné el café.

Ulises en Lisboa   Eladio Redondo   Ed. Beltónica    2013

El piso ciento y pico

A E, esa forma segura y rápida de subir le aburría. Reconocía el mérito de HR, que, en cuestión de semanas, había dado un impulso extraordinario al ascenso. Sin apenas esfuerzo, los pisos se sucedían unos a otros a velocidad de vértigo. Quince, veinte, treinta, ya había perdido la cuenta. Sin duda, era meritorio, pero también aburrido. Para HR no, porque, mientras tanto, aplicaba cálculos rentables a corto plazo, perfeccionaba los sistemas de riego y registraba minuciosamente el avance de los edificios más altos, cuyo ascenso duplicaba el suyo con materiales a simple vista más endebles. Eso, a HR, le tenía permanentemente preocupado. Pero E se aburría. La nueva aplicación permitía un ascenso riguroso y automático. Abajo, la hierba crecía a ritmo constante alimentada por los aspersores binarios y el control ordenado de los materiales necesitaba una atención mínima. Pensaba dejarlo. Si el sistema no fallaba, HR podría subir solo, sin su ayuda. Ahora, la altura alcanzada permitía ver más lejos, y más allá de ese horizonte flanqueado por edificios resplandecientes, se atisbaba la destrucción que el cansancio o la falta de éxito habia provocado en tantas ambiciones: edificios altos o más altos que el suyo, abandonados a sus suerte, caían solos formando ruinosas montañas de desolación y tristeza. Si la disciplina se mantenía, eso no les pasaría a ellos. HR podría seguir así siempre, pero E se aburría. Con la vista fija en aquel insólito paisaje de escombros y ruinas, E se quedó un momento pensativo. ¿Acaso no era también su aburrimiento un signo de desolación y fracaso? Si el sistema era bueno, como el mismo reconocía, ¿entonces era él?, ¿el aburrimiento era una cosa de él? Antes de dejarlo, hablaría de ello con HR.