manual del distraído

20160427_125416Tengo la feliz costumbre de leer a Alejandro Rossi en abril, un mes en el que revoluciones y amores fracasan antes de florecer. Cada año, por estas fechas, saco Manual del distraído de la caja donde lo guardo y leo algunas de sus páginas. Ningún libro es tan venturoso como éste para leerlo al azar, ningún azar en ningún libro leído al azar es tan ordenado y tan complacido con su lector. El mes de abril es un mes malo, caótico y alegremente pérfido, aunque tarde uno muchos abriles en darse cuenta. Quizás porque es un mes esperanzador y estamos obligados a tener esperanza. Quizás porque si no tenemos esperanzas en abril, nadie tendrá nunca esperanzas en nosotros. El caso es que uno entra en el mes de abril con las viejas ilusiones de siempre, y sale de él con una desilusión renovada y fresca. Alguien me dirá que reserva esos pesimismos para meses más oscuros, más flácidos o más fríos y no seré yo quien se los niegue: soy un pesimista feliz, pero tolerante. También caótico, también malo, también alegremente pérfido. El mes de abril está hecho para mí, aunque tarde uno muchos abriles en darse cuenta. Tal vez por eso la lectura de Rossi por estas fechas conviene tanto. Manual del distraído es un libro que puede leerse al azar, pero no de cualquier modo: la inteligencia, la belleza y el humor sancionan la apatía y el desaliño. Ningún libro mejor que este para satisfacer el placer de apetitos desordenados. Quien entre en sus paginas hallará en ellas ensayos que gozará como cuentos y cuentos que disfrutará como ensayos. Le sorprenderá la realidad allí donde la realidad menos sorprende y la vida le sorprenderá menos que una sorprendente ficción. Todo es lo mismo, todo es literatura. Como la prosa de Rossi es rítmica e irresistible su belleza nunca cansa, el deseo de leer no se desvanece. En todo caso, se para, se deja de leer, por el gusto de distraerse con lo leído. Mi costumbre me hace devolver el libro a su caja antes de que el mes detenga su curso, lo que no es una obligación para nadie. Si yo lo leyera por primera vez, prolongaría su lectura durante el mes de mayo, sobre todo ahora, en estos tiempos en que el mes de mayo empieza a parecerse sospechosamente al mes de abril.

Cajas escritorio. Medidas 22cm×22cm×4cm. Materiales: cartón, papel natural y papel nobel. Contacto: eladiore@yahoo.es

el otro día me hice de facebook

El otro día me hice de facebook. Un conocido me dijo que allí se podían hacer muchos amigos, que fuera. Como ahora desde que se me murió la mujer vivo solo, pensé que me vendría bien conocer un poco de gente. Tuve que levantarme muy temprano porque las oficinas quedan muy lejos, en la quinta hostia, y si no llegas dentro del horario te dan con la puerta en las narices. Aún así, tuve que esperar mucho, había mucha cola y todo el mundo quería ser el primero. El conocido mío me dijo que hay amigos para todos, pero dicen que los que entran los últimos se quedan siempre con lo peor. No lo sé, de momento no tengo ninguno. Cuando me tocó mi turno, una señorita muy guapa me hizo rellenar una ficha y me dijo que me esperara un rato que enseguida me atendería personalmente. No me importó porque en aquellas oficinas se estaba bien, funcionaban los ventiladores y tenían la radio puesta. Pasó un rato bastante largo y la señorita vino y me hizo un par de preguntas. Le dije que me gustaba hacer solitarios y que tocaba la ármonica de vez en cuando. Ahora más, le dije, porque se ha muerto hace poco mi mujer y estoy un poco triste. Entonces la señorita me llevó a un salón atestado de papeles y me entregó un libro enorme lleno de nombres y direcciones postales, como una guía de teléfonos muy gorda. Me dijo que mirara a ver si había alguno que conociera y si lo encontraba que pasara después a verla. Repasé uno a uno todos los nombres de la lista pero no conocía a nadie. Me sonaba uno, un hombre que por las señas debía ser de mi edad y sus apellidos parecían los de un compañero de colegio al que no había vuelto a ver, pero quién sabe. Fuí entonces adonde la señorita y se lo dije. Se ve que me vio un poco desanimado porque me trajo un vaso de agua y le quitó hierro al asunto diciendo que todo el mundo empezaba así, pero luego, poco a poco, se me iría conociendo y podría llegar a tener miles de amigos. Que no me preocupara. No sabe usted la cantidad de gente que nos llega a querer sin que lo sepamos, dijo, a modo de compasiva conclusión. Me dio luego una llave pequeña y me acompañó al fondo de una sala grande en la que había un montón de casilleros, como en una oficina de correos. Escríbale, me dijo, ya verá como dentro de poco su cajita se llenará de peticiones. Como tendrían que pasar muchos días (el servicio dicen todos que es bueno, pero lento), me llevó a una pared también grande donde había muchos papeles pinchados y me explicó que, como ya era socio, tenía derecho a mirar las fotos y las postales de gente a la que no le importaba compartir su vida públicamente. Había muchas, la verdad, sobre todo frases bonitas escritas muy bien que algunas me hicieron casi llorar. No sabía por dónde empezar. La señorita me sugirió que escribiera a alguien que tocara la armónica y le pidiera amistad. Si era viudo, me dijo la señorita, y le gustaba hacer solitarios, mejor, al princípio hay que conformarse con cualquier cosa. Lo pensé, pero quería cambiar de vida, ya que estaba allí, y le mandé unas letras de solicitud a una señora de Málaga que comía sardinas debajo de una sombrilla. A ver si tengo suerte y me contesta. Al salir, en el chiringuito de regalos que tiene facebook a la entrada, compré unos marcos de fotos muy cucos para cuando mis amigos me manden sus fotos. La verdad es que estoy muy ilusionado. Me gusta.

Marcos para fotos. MATERIALES: cartón y papel natural. MEDIDAS: pequeño 12cm×15cm  grande 15cm×18cm.  Contacto: eladiore@yahoo.es

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Sesimbra Fevereiro de 20130409Continué. Le conté al pakistaní lo que mi amigo me había contado a mí, que a partir de ese día estableció con ese hombre una amistad sólida y duradera. Sergio era un hombre de corpachón redondeado, barba enmarañada y sonrisa preliminar. Hablaba apenas sin mover los labios, con ademanes torpes y lentos, a veces daba la sensación de estar hablando no él sino alguien dentro de él que hilvanaba un discurso precipitado y confuso, un ventrílocuo sin preparación técnica, un aficionado, un mangui. La expresión de sus ojos, sin embargo, era tierna y transparente, no del todo en ese instante de vino y desconsuelo en el que la sensibilidad afloraba envuelta en una turbia película de lágrimas, en ese instante no, pero se adivinaba, se preveía. Empezó a contarle su historia en un tono desmayado, con pausas que dilataban la narración innecesariamente. A mi amigo no le importó, está acostumbrado a escuchar, sabe cuándo un silencio es saludable e higiénico y cuando no, conoce esa clase de silencio hueco que oculta verdades hueras y el silencio sintético, el blindaje dogmático e impenetrable al que se aferran los que tienen poco o nada que decir, un silencio inútil, estéril, absolutamente desaconsejable. El de Sergio era un silencio virtuoso y complacido, abierto, una solución impresa al pie en una página de acertijos. En esos intervalos, Sergio se servía vino, se enjugaba los ojos, lanzaba una mirada vacía al techo o se atusaba la barba, donde siempre encontraba algún resto de comida camuflado en ella. Callaba, sí, pero decía cosas. Finalmente, adquirió un ritmo de lánguida letanía y desarrolló la historia de un tirón, con ese sonsonete mecánico que le hacía parecer un autómata controlado a distancia: «Hace unas semanas conocí a una mujer, una mujer muy hermosa nueva en la ciudad, yo al menos no la tenía vista, esta ciudad es muy pequeña, nos conocemos casi todos, es difícil encontrarse con alguien y no reconocerlo, no asignarle un barrio una tienda o una cervecería, era nueva, acababa de llegar de París y estaba de paso, sola, visitando nuestra ciudad por unos días, conociendo sus gentes y sus costumbres de primera mano porque odiaba los viajes rápidos y organizados, le repelían, era guapa y sabía decir las cosas con gracia, tenía salero, pensé al verla que era una mujer seria de la que podría enamorarme sin faltarle al respeto, eso ante todo, luego ví que además era graciosa y sabía contar chistes inéditos en una ciudad pequeña como la nuestra, donde las novedades llegan cuando llegan con cuentagotas y la prensa casi no existe y la televisión se apaga y los terremotos inmovilizan, se lo digo con toda franqueza, me enamoré de ella así sin más, la ví allí, sentada en la taberna del puerto, con su paraguas chino medio roto, sus horquillas en el pelo y su rebeca de plástico verde sobre las rodillas y me pareció una venus moderna que me hechizó a mí yo un hombre de solvente indiferencia y frialdad en las cosas del amor me enamoró, solo con verla, que no es lo peor, porque luego te acercas más y la conoces de cerca y aún es peor conocerla de cerca, te sale sin querer una pregunta que nunca has hecho y ves unos ojos que te atrapan como un abismo irremediable y sientes vergüüüüeenza pero no te importa, ya lo que pase ya no depende de tí y ella saca un mapa y me pregunta donde está el lavadero antiguo y el viejo molino y el acueducto romano y yo siento un privilegio raro y sorprendente porque yo, mire usted por donde, yo soy el vigilante del viejo molino y encargado municipal en el lavadero y gestiono desde el patronato el mantenimiento del acueducto, trabajos modestos mal pagados que dicen mucho de mi amor por esta ciudad olvidada de todos, claro, le digo a ella, esos lugares están aquí y aquí y aquí le digo a ella señalando tres puntos en el mapa, yo puedo enseñárselos si usted quiere si quiere que se los enseñe, le dije, y ella dijo que vale, sí, quiero, pero con una condición».

Continuará (si Sergio acepta la condición)

La rutina en lisboa a las diez y diez

Poco a poco, entra uno sin darse cuenta en la ciudad y se adhiere a sus rutinas. El placer de descubrirla día a día persiste, hay novedades, pequeñas o grandes, que el ojo ayer no vio, un olor, otro matiz más del blanco o del gris, un azulejo: a azulejo por día, necesitarías varias vidas para ver toda Lisboa. Incorporado a esas rutinas, la ciudad despliega también encantos mecánicos. Se perciben sin destellos, sin luces aparatosas, son más bien corrientes de conocimiento que entran y salen de tí sin avisar, silenciosamente. Esos posos van quedando sedimentados ahí, en un doble fondo que la memoria tiene, y hacen su trabajo sin decírselo a nadie. El aparato rutinario estabiliza ritos que marcan tiempos, ordena las sensaciones, facilita un descanso cuando el descanso es deseable. Que las rutinas aletarguen no es culpa de la rutina, se adormece para siempre quien quiere. Y es posible encontrar en ellas ciertas armonias. Sabemos que estamos en su interior porque hay cosas, signos y señales que la delatan con minuciosa puntualidad. Una sirena al mediodía, el camión de la basura a medianoche, una puerta que se abre siempre a las diez y diez. Gracias a las rutinas, sabemos al menos que existimos. Lo de vivir es otra cosa, pero al menos existimos. Existimos, somos tiempo. Y tenemos que ser tiempo, si aspiramos a ser eternos.

«ULISES EN LISBOA».  Eladio Redondo.  Editorial Beltrónica. 2014.

Relojes de pared. Diámetro:30cm  MATERIALES: vinilo y papel nobel

Contacto: eladiore@yahoo.es