Los solteros

Los solteros son cuatro. Cuando mi mujer y yo tenemos un mal día y nos enfadamos, por lo que sea, me voy al bar de al lado del puente, o al de la calle de abajo, donde muchas veces se juntan, y me tomo una cerveza con ellos. Son todos mucho mayores que yo, pero la diferencia de edad no discrimina nuestro mutuo entendimiento. De hecho, la primera vez que me uní al grupo, una de esas tardes aciagas y torpes que tristemente enturbia la relación de cualquier pareja, no sabían que yo estaba casado. Pensaron, por el modo no desganado y altivo de acodarme en la barra que era uno de ellos, de su gremio, y tuvieron que pasar varios días hasta que yo mismo les sacara de ese equivocado convencimiento.Entonces me dí cuenta de que, de habérmelo propuesto, yo hubiera podido llevar también esa vida fascinante y famosa de la que los cuatro solteros parecen estar tan orgullosos, por no decir el pueblo entero. Bien es verdad que no todo el mundo vale para ser soltero, hay que tener voluntad, y talento, y exige invertir en un sacrifício que puede llevar toda una vida en dar sus frutos. Algunas veces, mi mujer, cuando detecta en mi persona una inutilidad inédita, reprocha mi espíritu pusilánime y añade, con una crueldad que resulta innecesaria, que menos mal que la encontré a ella, porque yo no tengo madera de soltero. Entonces, justamente entonces, es cuando más necesidad tengo de ir al bar de abajo o al del puente y unirme a ellos y compartir su mundo y reivindicar un sueño que pudo también ser mío. Es entonces, justamente entonces, cuando añoro la vida solitaria y libre que, de no haberme enamorado a una edad tan temprana, el destino, con toda seguridad, me habría concedido. Da envidia ver el desenfado con el que los cuatro solteros hablan de la vida, cada uno con su cerveza delante, unas veces tranquilos, otras más entusiasmados, pero siempre con ese desaliño y esa familiaridad tan propios de los hombres sin obsesiones conyugales. Que no digo yo que mi vida matrimonial sea una carga, o una cruz, no, quiero a mi mujer y comparto con ella y con nuestro hijo la suerte de una modesta felicidad. Ahí estamos. Sí digo que hay felicidades, aunque sean modestas, que tienen sus ratos de tedio, o de cansancio o de simple mal humor y que, de ser soltero, carecerían por completo de importancia. Pero insisto, quiero a mi mujer. Algún día, si Dios quiere, nuestro hijo se hará mayor y entrará de modo natural en la vida adulta. Claro que el acontecimiento llenará mi vida de dicha, pero también de preocupación, la preocupación que tiene cualquier padre por tener asegurado el futuro de su hijo. Me gustaría que creciera fuerte y valiente y que el miedo no le impidiese alcanzar sus sueños. Pienso en eso algunos domingos, de noche, cuando pasamos delante del bar Deportivo y miro de reojo el interior, donde alguno de los solteros, allí, solo, sumido en un silencio extraño y letárgico, ojea con aburrimiento las páginas de un periódico o con desgana mira los registros de su móvil, hurgándose la nariz, como si fuera un viudo. Entonces, justamente entonces, rodeo los hombros de mi mujer con el brazo y la estrecho contra mí, como si quisiera protegerme de ese modo de la amenaza de los domingos, esos domingos tristes y resignados que le hacen sentirse a uno huérfano de algo o de no sé qué.

2017-04-24 10.10.53

Collage: papel japonés sobre papel natural   Contacto: eladiore@yahoo.es

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La música de la memoria

Lo de mi madre fue distinto. No vienen al caso las horas de aquel lento y doloroso trajín. El afán de todos nosotros era sostener su renuncia, vigilar sus insomnios, procurarle un alivio. Los días y las noches eran todos iguales, una tormenta de arena que nos dejaba ciegos y exhaustos. Las últimas palabras de mi madre no las recuerdo, no sé cuales fueron sus últimas palabras. Las últimas palabras no son siempre lo último que oimos, lo último que oimos es siempre lo primero que recordamos. No se me olvidarán nunca porque le negué el único alivio que verdaderamente necesitaba, las tengo todavía aquí, dentro, como una música, vigilando constantemente los insomnios que le debo, fortaleciendo la renuncia que no supe sostener. Morir en su casa. No tenía ya fuerzas para desear otra cosa que no fuese morir en su casa. Esas fueron para mí sus últimas palabras. Dicen que lo primero que olvidamos de un muerto es su voz, pero no es verdad. Yo todavía las oigo. Como una música.

El piso 72

E se alegró, se alegró mucho, al ver que la hierba circundante al edificio por el que ascendían había ensanchado considerablemente su perímetro. Por primera vez desde que empezaron a subir, sentía que su optimismo y su entusiasmo crecían en proporcionada sintonía. La visión, cada vez más próxima y numerosa de los edificios que alzaban sus arquitecturas en torno al suyo, no le amedrentaba. Más bien al contrario, ver cómo ellos también se elevaban y respondían, en su crecimiento, a estímulos compartidos, constituía para E un aliciente prácticamente inédito. Estaba feliz. HR, sin embargo, seguía pensativo. Sin duda su convicción de que había que subir, era más firme que la de E, y como él, compartía el asombro del espectacular crecimiento de la hierba tras las nevadas. Y la proliferación de edificios, y la alegría de ver que no estaban solos en aquel inmenso desierto. Subir, decía HR, había que subir, pero no a cualquier precio. Intimamente consideraba que la felicidad de E, con ser legítima, era ciega, del mismo modo que antes lo había sido su desdicha. Había mucha hierba, sí, pero también zonas donde crecían matorrales o vegetación tóxica o insustancial que tarde o temprano, si no se remediaba, acabarían invadiendo el corazón de las sanas. Y muchos de esos edificios que veían elevarse de modo más o menos simultáneo al suyo, estaban apagados o crecían a pasos de gigante alimentados por una negra sombra de insolidaridad. O al contrario, brillaban, resplandecían permanentemente, irradiaban una fortuna y un éxito que el exceso de luz no permitía considerar con objetividad. No, eso E no lo veía.

La memoria de la música

Al final de su vida, cuando las carencias empezaron a manifestarse y el deterioro fue gradualmente extendiendo sus dominios, a mi padre sólo le quedaba la voluntad y la capacidad de un canto, una cancioncilla en forma de copla que durante sus últimos días tarareaba, cada vez de manera menos audible. Había que darle de comer, vestirle, lavarle…Mis hermanas lo sentaban en el sillón, frente a una ventana de visillos corridos, y en él se pasaba las horas, quieto, sin solicitar conversación, ni socorros, ni siquiera inmerso en los monólogos propios de un hombre que ya ha perdido casi todo. Sólo cantaba, cantaba esa canción en la que se hablaba de trigo, de promesas y de amor. Una canción, ahora que lo pienso, que lo contenía todo, el fruto de la esperanza y del deseo de vivir y la añoranza sin dolor de lo que se ha vivido, un fruto que sólo la música es capaz de conservar hasta el último instante de nuestras vidas. La música es lo último que se pierde.

2017-03-30 14.47.58

Cajas de música   Contacto: eladiore@yahoo.es