Escrito a mano. Correspondencias. 2

En PEUS AMPLES, un cuento de Joan Cavallé, el narrador rememora la figura de su abuelo, exento en su tiempo del servicio militar por la desmesura de sus pies. Sin esa suerte, un labrador sin más patrimonio que una azada y unas alpargatas de cuerda hubiera hallado la muerte al pie del monte Gurugú o en cualquier barranco de las montañas del Rif, en Marruecos: no había botas que calzaran semejantes pies. Extraña suerte, por lo demás, porque el ejército enviaba soldados descalzos y desharrapados o medio desnudos a combatir al moro si la patria lo exigía, vamos a decirlo así. El abuelo era, cuenta el narrador, hombre fuerte y de anchas espaldas que miraba a su interlocutor en profundo, penetraba su conocimiento, convertía en insoslayable su mirada. Irónicamente, a una edad que el narrador no concreta, se quedó ciego, y una circunstancia hizo posible que un fotógrafo no profesional, de vacaciones en el pueblo, le hiciese la única foto que la familia pudo conservar de él tras su muerte, unas semanas o unos meses después. Joan Cavallé lo cuenta muy bien. Del abuelo que se libró de morir en el Barranco del Lobo o en Melilla hereda el narrador unos pies grandes que condicionan su vida futura, para mal o para bien. No se heredan sólo bancales, nos dice. No sólo bancales. Ni azadas, tampoco. Ni unas sencillas alpargatas o un bastón. Nada, ni siquiera eso se hereda. Eso es una simple transmisión, de objetos o de bienes. De posesión a posesión. Su verdadera herencia son unos pies que determinaron su destino y a su vez determinarán el suyo. Y escribiendo esa historia, Joan Cavallé se las arregla para convertir un destino personal en memoria colectiva. Esa es la herencia de todos.

Escrito a mano. El soldado Gómez.

El soldado Gómez no era ni muy tonto ni muy listo. Tenía facilidad para aprender rápido y bien, tenía cabeza. Se le daban bien los números y las letras y tuvo la suerte de dar con el sargento Bravo, que le cogió cariño y le instruyó. Era raro. En África no había tiempo para instrucciones letradas ni tampoco militares. Por no hablar de cariño. Según llegaban los reclutas se les mandaba, casi con lo puesto, directamente a lineas defensivas o a regimientos de avance o contención, de acuerdo con el estado de la campaña. Pero al soldado Gómez le mandaron a una guarnición del sur, alejado de los escenarios de la batalla, como ayudante en diversas tareas de intendencia. En realidad, un perfil como el del soldado Gómez era el que más convenía al sargento Bravo. Había muchos modos de defender a la patria, y el del sargento Bravo ejemplificaba lo que otros muchos suboficiales como él y algunos mandos superiores entendían por patria: un almacén de corrupción y soborno donde el pillaje y la codicia eran emblemas de su ideal. Los muertos no importaban. Eran pobres gentes miserables del campo y la ciudad que si no era en esa guerra morirían tarde o temprano de hambre y de miseria. Se les mandaba a batallar, descalzos, con lo puesto, y si morían, ya vendrían otros muchos a sustituirles. Salían gratis. Bajo la protección de Bravo, el soldado Gómez hacía funciones de cabo furrier. No era cabo, pero hacía las funciones que al sargento Bravo le salieran de los cojones, allí el que mandaba era él. Las botas, los correajes, los pantalones y las casacas que el ejército se ahorraba con sus muertos desnudos, los apuntaba con su letra alta y derecha el soldado Gómez, los almacenaba en un contenedor de hojalata prensada y el sargento se ocupaba en su día de sacarles provecho. El capitán tenía su parte, con arreglo a su rango, pero el sargento íba poco a poco haciéndose con un capitalito, por si el día de mañana. Ojalá la guerra no acabase nunca, pero nunca se sabe, con estos políticos. Hablaba de estas cosas en voz alta, delante del soldado Gómez, porque la lealtad y el miedo del soldado Gómez las tenía compradas con los privilegios que le otorgaba y con un afecto que no dejaba de ser sincero. El soldado Gómez vestía bien, indumentarias siempre nuevas, y unas perras en el bolsillo para sus chatos de vino y permiso para escribir. Porque ahora que sabía escribir, con letra buena y clara, el soldado Gómez sacaba un extra escribiendo cartas de los compañeros. Allí nadie sabía escribir. Ni escribir ni leer. El soldado Gómez, por una perra, escribía lo que los soldados que tenían novia y familia querían que escribiese. En la cantina, alrededor de una botella de vino, se sentaba con los reclutas y escribía. Era fácil, casi todas las cartas eran iguales. La comida, la rutina militar e incluso el tedio eran los temas que junto a la añoranza y el recuerdo ocultaban el temor que corría por el interior de todos. El campo de batalla estaba alejado, pero una orden, cualquier día, en cualquier momento, podía acabar con la esperanza de no entrar nunca en combate. También ese temor era compartido por Gómez. No era un joven fuerte, ni musculoso ni aguerrido, más bien tiraba a flemático y su apariencia no lo contradecía. Sin embargo, a veces, tenía nervio. Obedecía las órdenes con prontitud y reaccionaba con iniciativas ocurrentes ante las propuestas de su sargento. También por eso le había elegido. El sargento tenía ojo. Cuando bebía es cuando el soldado Gómez mostraba sus debilidades: como todos los demás, con el vino y la baraja conjuraba las amenazas del destino. Las mujeres estaban cerca, al otro lado de la alambrada, y siempre había una oportunidad de traspasarla y frecuentar un amor de pago, porque las novias estaban lejos, y puestos en lo peor, podía ser que para siempre. A los ojos de los demás uno no era del todo hombre si alguna noche no saltaba la alambrada. Gómez también lo hacía.

Porque podía dudarse de él que fuera menos tonto o menos listo, pero no que fuera menos hombre. Y parecer un hombre también se le daba bien al soldado Gómez. Quizás más de lo que le convenía. En su pueblo, donde había dejado una novia que le quería, hacía ya mucho tiempo que no sabían de él. Meses, puede que un año o más, habían perdido la cuenta. Podía estar muerto. De esa guerra todos sabían que era difícil volver vivo. Era incluso más difícil volver muerto. Si había pasado ya mucho tiempo y nadie sabía de tí es que lo estabas, casi seguro. El pensamiento de la Dominga era ése, como podía ser el de cualquiera. De momento, el soldado Gómez no estaba muerto. Ni muerto ni desaparecido. También la guerra se estaba portando bien con él, para qué negarlo. Él no era un hombre de ideales, no valían mucho los ideales, ya había quienes los tenían y si convenía los tomaba prestados mientras le resultaran provechosos. No quería pasarse de listo, pero no era tonto. Las cosas las veía, pasaban ante él, qué otra cosa podía hacer. Los tiros quedaban lejos y él llevaba bajo órdenes las cuentas de los que caían bajo sus ráfagas. Un día, cayeron en una emboscada compañeros cuyos cuerpos serían irrecuperables. El soldado Gómez apunto los correajes, los cintos, las botas y todo lo demás y le dió la planilla al sargento Bravo, como siempre. Había muchos. Cientos. Por eso y porque el sargento Bravo quería demostrarle que le apreciaba de verdad, le dio unos buenos duros. «Salta esta noche y diviértete. Yo no sabré nada». Y eso hizo. Saltó la almbrada. En la taberna, la única que en aquel miserable arrabal asfixiado de moscas y polvo había, soldados y suboficiales de otras guarniciones menores compartían francachelas. No hacía falta que el sargento Bravo no supiera nada, todos lo sabían y todos daban por aceptable y no punible divertirse de vez en cuando. Forma parte de cualquier guerra, y de aquella más. Bastaba con no pasarse. Lo justo para que la brutalidad tuviese siempre un margen de crecimiento y expansión. El soldado Gómez daba las cartas a dos soldados más como él y a un brigada sudoroso y gordo que apestaba a licor inglés, y no barato. Sentadas a la barra, dos mujeres charlaban en medio de un corro de soldados. Reían, gesticulaban y bebían todos a morro de una botella que podía ser cualquier cosa. Las faenas se hacían arriba, en dos cuartos amugrados sobre camas o jergones acolchados con sacas de paja. O sin colchones. Sobre los muelles o sobre el suelo, poco importaba. Importaba la diversión, escapar, olvidarse de lo real. Gómez aún no había subido, la mujer por la que se dejó arrastrar por la pasión y le hizo olvidar a la Dominga estaba arriba, ocupada, y ahora esa era su mujer, no quería otra. Gómez era así, desleal y miserablemente fiel. La Dominga. Qué sabría la Dominga de lo que es una guerra. Estaba ganando y el vino le deshacía las flaquezas. Quería subir ya, pero no dependía de él. Aún no. Ese brigada de casaca desabrochada con la camiseta interior, de tirantes, llena de lamparones de licor y de vino sentado frente a él, era quien mandaba allí, aunque pocos lo supieran. Dueño del tugurio y amo de los deseos ajenos. Cuando llegaba la señal, llegaba como una orden. Y finalmente llegó. Sube, le dijo sin apremiar la voz. Gómez deslizó sobre la mesa una copia de la planilla con los últimos muertos y el brigada la ojeó. Cientos. A sus ojos enrojecidos por el alcohol se sumó el violáceo de la codicia. Ya faltaban menos. Cuando llegasen a mil, se ocuparía de denunciar la corrupta gestión de Bravo- sabía ante quién hacerlo- y echaría mano a aquel contenedor que sólo el sargento Bravo y el soldado Gómez conocían. A buen precio, el enemigo estaría dispuesto a vestir su tropa desnutrida y más desnuda que la suya. A patriota, al brigada Setién no le ganaba nadie, y al soldado Gómez, que tenía los ideales que a cada momento le convenían, tampoco. Tenía dinero y una mujer que le esperaba arriba y eso no era ni bueno ni malo, aquello era una guerra. Una mujer que pronto, ese era el trato, sería para él solo y para siempre, mientras durase la guerra. Y ojalá durase mucho, aunque nunca se sabe, con estos políticos.