Tres miniaturas de Danilo Manso

Karen, una surfista californiana con casa en Australia y colecionista de mensajes en botellas, asegura que los siguientes textos fueron escritos por Danilo Manso en un lugar costero de las antípodas oceánicas. A falta de testimonios que corroboren la veracidad de sus afirmaciones, añade que el poeta los lanzó al mar encapsulados en un botella de gaseosa local, cuya marca irreconocible figura borrosa en el recipiente. La surfista, que conoció al poeta en un certamen internacional de la especialidad que practica, le compró un traje de neopreno cuando éste, temporalmente, trabajaba como empleado en un importante  establecimiento del ramo. Como le pareció un hombre triste y solitario, cortejó su intimidad pero no logró acceder a su cámara secreta. Varios años después, recogió en las playas del continente austral, en la forma que ya sabemos, el destilado lírico y ausente de su enigmática melancolia.

1) Durante el día exprimo las virtudes balsámicas del tedio. Lo que hay que hacer aquí propícia su entrega. Abro el negocio, enciendo todas sus luces y lo acondiciono de aire frío. Cuando toca, vendo vestidos de goma a mujeres de belleza huidiza y fugaz. Aunque muchas son jóvenes y hermosas, huelen a crema y dejan un rastro de arena fina en las alfombras de los vestidores, soy hoy por hoy incapaz de encontrar algo extraordinario en un cuerpo que no amo. Así, un minuto sucede a otro con la misma y precisa lentitud. Las horas de la siesta las ventilo sudando sobre cojines estampados de flores casi vivas, y si me tomo un café me lo tomo, y si me fumo un cigarrillo me lo fumo. Es lo que tengo, es lo que hay. Las sombras también queman en las calles calcinantes y vacías hasta de rumores. Se oye, si acaso, algún ventilador en la periferia del balcón abierto, el latigazo amortiguado, amortiguadísimo, del mar lamiendo la ancha extensión de la arena. Y nada más, porque el lento curso de mi vacío es silencioso e invisible, invisible y silencioso. 

2) Las calles están llenas de terrazas, gente y ruidosa alegría estival. La playa está cerca, a unos metros, y, a esta hora, silenciosos pescadores plantan sus cañas en la arena, impregnados de oscura humedad. Yo no dormiré hasta muy tarde, como cada noche, porque el calor es como una leve manta de plumas que se pega a la piel, y porque grupos de jóvenes ebrios de intrascendencia elevan cantos viriles y patrióticos al aire nocturno, y entra esa música como una bandada de truenos por mi ventana, distrayendo mi sueño. Cuando al fin puedo dormir, oigo en la lejanía un ligero tintineo de cucharillas que alguien agita desde el cielo, sueño con caballos galopando por suelos embarrados cubiertos de trozos de pan, cabañas de piedra por cuyas chimeneas un humo azul asciende hacia el cielo siguiendo las temblorosas huellas de unas manos. Y encuentro, en la hora previa al amanecer, un espacio donde la paz es la pura sustancia de lo que deseo ser.

3) Vengo de pasear, dormido, por la playa donde en la arena algún misterioso ser entierra llaves y lámparas de vidrio. Todas las puertas de mi casa están aún sin abrir, las habitaciones todas a oscuras. Los pescadores ya no pescan, se entretienen iluminando con sus luces de memoria la vida que hubo en los peces que mueren en sus manos. Por la pasarela de madera, algunos jóvenes entrelazan torpes gestos de amor y desaparecen en la noche húmeda. Veo, a lo lejos, un barrio de casas blancas y cúpulas de aljibes en azoteas dominadas por la nobleza de las banderas. Hay un jaleo inmóvil en las heladerías, luces fuertes y estridencia en las terrazas de suelo frío, voces lentas o sosiego en las penumbras de los pequeños cafés abiertos. Cerca de mi casa un payaso, experto domador de tristezas, saca de su bolsillo hondo una llave de cristal transparente y una lámpara de vidrio de murano. Nadie se ríe, sólo yo le encuentro la gracia. 

 

 

Papeles perdidos. 2

El primer capitulo de La fiesta del oso, la novela de Jordi Soler, es portentoso. Narra la huída, a través de los Pirineos, de algunos soldados del ejército republicano definitivamente derrotado. Uno de ellos, Oriol, es abuelo del narrador, quien busca y rastrea en documentos y testimonios lo que fue su vida a partir del dramático y triste final de la guerra civil. El resto de la novela completa la verdad de la búsqueda, revela el sentido que la determina. Al drama de una historia de vencidos que derraman virtudes de heroicidad antes de ser derrotados por la pena y la miseria de los campos de refugiados franceses, van añadiéndose pormenores donde la dignidad del personaje principal empieza a perder brillo, los nuevos descubrimientos maculan su coraje, su falta de integridad eclosiona en bajezas imperdonables, traiciones y abyección. El final de la novela le concede un premio que a mi modo de ver el personaje, como personaje, se merece, pero la novela tal vez no. La anécdota y la bufa acaban por imponerse a la gravedad y el dramatismo de un ser que comenzó inspirando estampas de grandeza y termina convertido en un individuo grotesco, un animal de circo. Es un final que está bien para un chiste, pero no para una novela cuyo magistral primer capítulo despierta expectativas más logradas. No necesariamente graves ni dramáticas, pero sí exentas de anticipación y debilidades imaginativas. La prosa, la excelente prosa de Soler, delira tanto con sucesos impresionantes como con aventuras con cuya fantasía espera encontrar uno más goce y menos deriva. Una parte de esa intensidad narrativa con la que arranca la historia se pierde en algún tramo del camino, el interés no se diluye pero se dispersa y el último tramo final avisa ya de lo que se avecina. Pero la lectura es gozosa y, pese a todo, total, vuelve a ganar la buena literatura. Y mientras yo leía entusiasmado ese primer capítulo que descompuso para bien la tranquilidad de mi sobremesa, pensaba en mi padre, en esos días finales de la guerra donde él también fue un protagonista vencido, y uno más de los miles de humillados en campos de refugiados franceses. Lo que me contó mi padre sobre eso es poco. Quizás fue más lo que contó de lo que yo creo que contó, pero yo recuerdo poco. Cuando era pequeño, aquella bomba que cayó a pocos metros de él, las zanjas que durante la noche cavaba para habilitar trincheras, los ecos de la batalla del Ebro y su destino fatal de refugiado y preso despertaban en mí una curiosidad amordazada por grandes dosis de silencio. Una curiosidad que luego yo no alimenté lo suficiente. Ahora tengo hacia esa forma imperdonable de olvido un cierto resentimiento. Sé que algo me duele cuando dentro de mí descubro la ausencia de memoria. Porque la historia de cada uno es también la de aquellos que han vivido no solamente antes que nosotros, sino también por nosotros, y que unos y otros somos los mismos. Cuando el hilo de la memoria se rompe es cuando entonces dejamos de ser esa unidad que da sentido a un proyecto de vida en un marco común. Tuve con mi padre largos periodos hechos de silencios e indiferencias que emanaban de personalidades y caractéres esencialmente no muy distintos. Ahora conozco mejor aquello que estando dentro de mí es en parte herencia suya, pero esos desencuentros generaron entonces una forma no hostil de alejamiento. No de su cariño, que estoy seguro de que siempre lo tuve, pero sí de esa memoria con la que perdí la oportunidad de continuar dando sentido a lo que somos. A veces ocurre que en la búsqueda desesperada de la propia identidad matamos para crecer a la figura del padre. Un error, porque alejándonos de él, nos exiliamos de la Historia. Y hay exilios de los que ya no se vuelve.

Nota para un dossier sobre mi padre. 2010.