De lo artesano bajo los efectos del metamizol, paracetamol, diazepam, pantoprazol y tramadol.

El trabajo en el taller es por lo general gratificante. La monotonía de cortar, pegar, coser o ensamblar encierra un pausado ritmo a modo de mantra que facilita la reflexión tranquila y el curso plácido de la memoria. En la fase previa, cuando hierven las ideas y la imaginación dispara sus ambiciones, el estímulo de la creatividad procura sentimientos y emociones sobre los que el trabajo del artesano encuentra un segundo fundamento a su bienestar. Entre una fase y otra no hay pausas, las ideas no pueden esperar, no deben esperar, no saben esperar. Esperar es cosa de las herramientas. Una herramienta noble alcanza ese grado altísimo de utilidad cuando duerme en paz sobre la mesa, cuando está quieta, inerte, a la espera pertinente de su movilización. La idea la pone en movimiento, y conservar esa nobleza es entonces responsabilidad del artesano. Sobre la mesa de trabajo, el oficio establece entre una y otra un princípio de fusión, y cuando lo creado surge, el objeto encarna las virtudes y las imperfecciones de un ritual no por repetitivo, menos único, pero en sentido estricto, no original. Algo así lo es cuando el hecho creativo devuelve su resultado al origen, al caos del que es hijo. No es la prioridad de la artesanía. Al contrario, en la belleza de su funcionalidad hay un pacto permanente con el orden vivo de las cosas y de los hombres. Y así como el arte sublima la materia para hacerla menos alcanzable, la artesanía opera su transformación para convertirla en necesaria.

De la colección de Herméticamente Recto  Contacto: eladiore@yahoo.es

Introducir título

Hace años escribí un cuento en el que un hombre buscaba con afán un objeto y no lo encontraba. Registró todos los rincones de su casa, desde los armarios de la cocina hasta los de la ropa, pasando por los cajones de las mesitas de noche, el escritorio, la cesta de la ropa sucia y el mueble del comedor. Miró debajo de la cama, debajo de las alfombras, detrás de los cuadros, entre las cortinas, en las bandejas del fogón. Cuando esos rincones accesibles fueron revisados una y otra vez, destripó los cojines, el edredón, las almohadas y el colchón. Sin éxito. Luego arrancó los zócalos de las paredes, levantó el suelo y el falso techo de escayola. Pero el objeto no aparecía. En el cuento no se concretaba para nada la necesidad que el hombre tenía de ese objeto, ni por supuesto de qué clase de objeto se trataba, solo la acción desesperada del protagonista hacía suponer el grado de intensidad que alcanzaba su deseo. Cuando todas las posibilidades de hallarlo parecían abocarlo a la frustración y la derrota, prendió fuego a la casa y observó con cierto placer su destrucción implacable. Finalmente, las llamas se extinguieron y el objeto asomó, brillante e intacto, entre las cenizas. Es un cuento, lo confieso, cuya solución final arriesga una equivocada intención moral. Lo guardé en alguna carpeta, entre otras muchas repletas de papeles la mayoría inservibles, y ni me he vuelto a acordar de él hasta hoy, no sé por qué, pero llevo toda la mañana buscándolo y no lo encuentro. He mirado incluso en los viejos cajones del escritorio, en los del comedor, en la cocina y hasta en el cesto de la ropa sucia. Sin éxito.

El piso 81

HR no entendía el enfado de E. Entendía su posición, ese estado un tanto bipolarizado que forzaba la inclinación de su naturaleza hacia un lado o hacia otro, a la orden siempre de circunstancias externas, muchas veces no asumibles por su falta de lógica o efectividad. E seguía empeñado en subir más que nadie, elevar la plataforma por encima de las del resto, aprovechar la inercia, el impulso de un conjunto de maniobras bien gestionadas para alcanzar alturas insospechadas en el proyecto. Convertirse en el más visto, ganar terreno al horizonte, planificar sueños de conquista. HR consideró la conveniencia de establecer una tregua en sus disputas con E. El momento era delicado. El entusiasmo de E contenía una fuerza positiva, una ambición legítima, pero dejarse arrastrar por consignas de conquista o de arrogantes influencias era insensato. La fuerza, sí. El entusiasmo, también. La insensatez, no. Por no hablar del agua. La hierba en torno al edifício seguía incrementando su expansión, aseguraba su afán de permanecer. Desde arriba era una espesa mancha verde y oscura que albergaba floraciones inéditas: blancos, amarillos, púrpuras…Valía la pena conservar ese exquisito punteado de vida y color. Y subir más deprisa no garantizaba el éxito. Y llegaba el verano, y el agua escaseaba, y el calor zancadillearía la velocidad de los propósitos. Por no hablar del cansancio de los propósitos. HR no deseaba que esa confesión alterara el excelente ánimo de E. El sentido común orienta y dirige, pero el ánimo hace avanzar. Y el ánimo era ahora patrimonio de E. Urgía encontrar un punto intermedio. Seguirían subiendo, sí, como siempre, pero como siempre. O incluso más lentos. En contrapartida, HR no sabía aún qué podría ofrecer a E. El momento era delicado.

Revelaciones

Me pasaron dos cosas.

Una en Madrid, en la parte trasera de un vehículo conducido por no recuerdo quien. La radio estaba puesta, emitían un programa de poesía. El locutor recitaba fragmentos de un poema cuya música me petrificó en el asiento. Me costó trabajo abandonar el insólito estado de trance provocado por esos versos. No entendí nada, absolutamente nada, pero oyendo el poema sabía que estaba asistiendo al fundamento de una nueva religión personal. Tomé nota del libro. Lo he leído muchas veces, las mismas que me ha resultado tan impenetrable como hipnótico. Forma, ese libro, parte de mi liturgia literaria, ocupa un lugar preferente en mi altar privado. Esencialmente, estoy comprometido con su mensaje, aunque no sepa descifrarlo. No hace falta, por debajo de esas palabras y su cadencia motora serpentea una vibración divina, y eso sí lo capto. Lo capté al instante. A veces sospecho que mi verdadera exitencia comienza a patir de ese instante.

La otra pasó en Islandia, en el interior de otro vehículo, un autobús inverosimil que cruzaba ríos helados y praderas musgosas. Una voz masculina, grave y profunda, relataba en islandés fragmentos de antiguas sagas cuyos escenarios se correspondían con algunos de los que el autobús atravesaba. El sonido de aquel lenguaje, hecho de agua y piedras pulidas por las fuertes corrientes, y que tenía el eco de los despeñaderos abismales, y era claro, y hermoso, y verificable, también me hipnotizó y, sin comprenderlo, lo entendía. Y en cada árbol, cada camimo o cada fuente que el lenguaje parecía señalar visulizaba yo los hechos, tal como ocurrieron, tal como el poeta que en siglos pasados los escribió, y que el poeta era yo.

2017-06-04 12.47.56

Collage  Papel japonés sobre papel natural   Contacto:eladiore@yahoo.es