Escrito a mano. Correspondencias

En un cuento de la escritora suiza Fleur Jaeggy, los gemelos protagonistas consideraban un don del cielo su desventura, una desventura sin dolor. Habían nacido de una madre muerta y hasta los dieciocho años vivieron en un orfelinato. Despreciaban el afecto de los demás y en consecuencia negaban también el suyo. No lo necesitaban, no lo querían, no lo deseaban. Sentían nostalgia de la casa donde habían nacido, soñaban con ella, querían volver a aquel lugar que nunca conocieron. Querían sólo eso. Vivir y morir allí, sin traspasar una sola vez sus limites. Fuertes y salvajes, un poco animales, fabricaron sillas, mesas y muebles, tarazearon cabezales y ataúdes. Los viejos del lugar miraban con alegría el trabajo de los gemelos y admiraban los preciosos cajones para muertos. Ellos mismos se hicieron también viejos pero aún les sobraban fuerzas y ese exceso les volvía melancólicos, recordaban sus años en el orfelinato, agradecían el favor de aquella desventura. Un día una mujer llamó a su puerta y dijo que venía a protegerlos en nombre de la Confederación. La Confederación protegió su orfandad y ahora protegería su vejez y su muerte, pero ellos no querían, no deseaban nada, sólo escuchar música en su vieja radio, en la oscuridad o en la penumbra.

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Escrito a mano. Lacan y Proust

Algo se empezó a quebrar cuando te fuiste a estudiar fuera, lejos, niño aún. Se fragmentó un mundo, tu mundo, que hasta el momento de tu marcha conservaba un orden: los afectos sin condiciones, la seguridad intacta, la vida sin amenazas. Fue un paréntesis largo, tan largo que podría decirse que aún no se ha cerrado. Estudiar fuera constituyó una especie de exilio. O de destierro. Trajo algunas recompensas, sin duda, pero no alcanzaban el dolor de la pérdida. Las perdidas en la niñez son para siempre, definitivas, y el único paraiso, como decía Proust, es el paraíso perdido. Mandabas cartas a tu madre desde allí como si lanzases una desesperada botella al mar que os separaba, mensajes que a cambio de socorro ofrecían mentiras en forma de verdad, cuentos, inocentes patrañas urdidas para sobrevivir al frío silencio de la lejanía. Fueron tu primera tabla de salvación, aquellas historias, y te regocijaba imaginarlas en la voz de tu hermana leyéndolas en voz alta, sonriente y alegre. Ignorabas entonces y durante demasiado tiempo después que aquellas cartas representaban un símbolo de lucha contra el abandono. En palabras de Lacan, el intento a través de la escritura de recuperar lo perdido, la unión con la madre.

Escrito a mano. El otro gemelo

De la vida del otro gemelo muerto después de muerto llegamos a saber poco. En mi casa recibíamos cada cierto tiempo cartas de él en blanco que yo leía a mi madre. Eran siempre las mismas cartas, o parecidas, en las que mi hermano daba pocos o ningún detalle del lugar en el que se encontraba ni de cómo se encontraba. A veces, mientras leía despacio y muy atento aquellas letras a mi madre, tenía la impresión de que la vida de mi hermano transcurría fuera del curso temporal convencional y, por lo tanto, ajeno al ciclo histórico y vital, que pasaba por él sin dejar el poso que deja en todos los demás las horas, los días y los años que transcurren. Como una congelación. Tenía la impresión, sobre todo al principio, de que mi hermano construía su vida en un espacio blanco y helado con noches y días indiferenciados, sin un paisaje referencial más allá de esas extensas llanuras polares por las que decía moverse sin transición. Durante algunos años esas cartas, aunque muy espaciadas, fueron llegando con regularidad casi sistemática, coincidiendo muchss veces con celebraciones onomásticas o relativas al calendario anual de festejos, como Navidad o Semana Santa. Pero siempre iguales, siempre con el mismo tono, siempre con el mismo contenido. Luego, no recuerdo a partir de qué momento ni de qué año, el envío se cartas pareció detenerse, llegaban con una demora de años y siempre en circunstancias en las que en el país se producían disturbios de protesta o manifestaciones de adhesión al régimen. Paradójicamente, eran también más ricas en detalles y daban cuenta, aunque no de forma pormenorizada, de su estado de salud y de sus inalteradas condiciones de vida, que seguían siendo inciertas. Inciertas para nosotros, y duras, porque nos parecía imposible que alguien pudiera sobrevivir en un medio hostil extremo, sobre un trozo de hielo a la deriva en un mar de aguas heladas durante un periodo de vida indeterminado. Aislado y solo, como todo parecía indicar. Sobre todo al principio. Nuestro modo de vivir aquí era el que era, precario y doloroso, construído con el esfuerzo y el sacrificio que exigía la limitación de recursos, pero nos teníamos los unos a los otros, estaban el afecto familiar y el cariño y la solidaridad de los vecinos y amigos. No estábamos solos, como parecía estarlo mi hermano. No pocas veces dudábamos entre nosotros de que aquella existencia fuera cierta, que la vida de nuestro hermano tras su muerte, como algunos maliciosamente insinuaban, no tenía ninguna base real. Las cartas, más que el testimonio de una verdad, venían a demostrar que esas regiones frías y desoladas por las que vagaba no eran otras que las regiones de la muerte, por donde vagan las almas ya sin sus cuerpos. Pero no era así. La verdad que nos dolía no es que existiera o no, lo que nos dolía era no conocerlo, no saber cómo era, y lo que era aún peor, que no hubiera nada digno de descubrir en él. Esto hacía que, para mi madre, la preocupación pasase a ser un tormento. Las últimas cartas antes de su silencio definitivo despejaron algunas dudas y aliviaron en parte esa preocupación. Nuestro hermano se explicaba mejor y con más claridad, las descripciones del ambiente que le rodeaba eran más precisas y sus narraciones más extensas. No le faltaba comida ni abrigo, tenía amistades y había encontrado por fin lo que definía como su lugar en el mundo, aunque no supiéramos exactamente cuál era ese mundo. Cuando, un par de días después de que Franco muriera llegó su última carta y yo leí ante mi madre que, después de tantos años, le había llegado la caja con galletas, se echó a llorar. Para ella era la señal de que el exilio, ese exilio con el que creía estar protegiéndolo, había llegado a su fin.

Seducción

Cuando me dijo que le gustaba mucho el chocolate, enseguida le dije, sin saber por qué, que el chocolate era una metáfora del deseo. Sus ojos negros de oscuro e intenso misterio me miraron fijamente. Como llevaba alguna copa de más, aquella mirada de cálculos ambiguos no clarificaba su determinación. La mía intentó abrirse paso torpemente, avanzando a ciegas en lo desconocido. Le hablé de la taleguilla con semillas de cacao que Napoleón llevaba siempre consigo, de los calientes chocolates de los prostíbulos parisinos y de los rituales incas con pasta de xocoatl. Aquellos artificios de seducción parecieron despertar su interés. Pidió otra copa y se acercó un poco más a mí. Algo más seguro y confiado, alabé la exótica hermosura de sus ojos, donde ahora parecía haber dulzura e insinuación. Dí un paso más y le relaté las deliciosas perversiones del marqués de Sade, cuya imaginación febril responsabilizaba a las grandes cantidades de chocolate, vainilla y canela que tenía por costumbre tomar. Estreché su cintura con un abrazo sin rigideces y al oído le susurré las viejas recetas de las chocolaterías suizas, origen, para Calvino, de las tentaciones de la carne y los pecados de la lujuria. Nuestros labios, por fin, se rozaron, y de los de ella salieron las palabras rendidas que tanto deseaba escuchar. Y entonces me pasó lo que tantas otras veces, que esa victoria narcisista me dejó exhausto y sin apetito, saciado, y la única verdad que me quedaba, antes de disculparme y marcharme, fue confesarle que no me gustaba el chocolate.

Escrito a mano. Puntos suspensivos

La señora Lorenzo se las apañó siempre sola, no necesitaba de nadie, pero los inviernos eran largos y las noches frías y solitarias. Después de cenar, bajaba a nuestra casa y se sentaba en el sofá, como una reina, bajo las cálidas faldas de la mesa camilla. Mi madre hacía ganchillo y mi padre cruzaba los brazos. Ya está aquí la vieja pelandusca, decía cuando oía arrastrar sus pasos por el patio. Lo decía con un cariño raro que mi madre le reprochaba a medias, en parte porque compartía con él esa misma desconfianza cariñosa y en parte porque convenía tener hacia su persona un respetuoso miramiento, por si acaso. En su condición de agente doble, la señora Lorenzo traía de los Medrano notícias que nos regocijaban, aunque no siempre fueran verdaderas, y nosotros le contábamos cosas muy verdaderas para que los Medrano las consideraran inciertas y regocijantes. Como la señora Lorenzo tenía el don de la acritud y de la presorbebia muy acentuado, todo lo que contaba poseía un revestimiento de reproche o de censura, y hacía uso de palabras cortas y tajantes cuando emitía un juicio concluyente sobre actitudes que no aprobaba. Es verdad que nunca elevaba la voz y hablaba de una manera tranquila y reposada, pero acumulaba sin ella percibirlo una tensión interior delatada en sus labios fruncidos, secos y apergaminados. Una noche dijo sin venir a cuento que lo más importante en la vida no era el amor. Mi madre y mi padre no dijeron nada probablemente porque la frase carecía de contexto y escapaba a su comprensión. La señora Lorenzo había estado diciendo que los Medrano harían de Camilín un niño caprichoso y un consentido. Luego calló un largo rato, suspiró y dijo como si lo dijera entre puntos suspensivos que el amor no era lo más importante en la vida. Volvió a callar y reanudó su relato sobre la incorrecta forma de educar que los Medrano estaban aplicando sobre Camilín. Ella con su hija no había sido así. A los hijos, dijo, hay que prohibirles y castigarles más, y que no se crea nadie que por eso van a salir peor que los otros. Su hija se había casado y vivía en Francia muy bien y no le faltaba de nada y ella, la señora Lorenzo, había educado a su hija con rigor y autoridad, y más mano dura todavía porque era una mujer. Lo más importante, dijo la señora Lorenzo, es esto. Esta vez, mi padre y mi madre sí entendieron lo que la señora Lorenzo quería decir. La prohibición y el castigo eran importantes para que los hijos no saliesen blandos, eso ellos también lo sabían. Ninguna madre y mucho menos ningún padre desea que sus hijos salgan blandos, era una cosa que no se podía discutir. Mi madre dijo, además, que ese consentimiento de los Medrano con Camilín no podía traer nada bueno. Y poco a poco, como cada noche, la conversación iba lentamente rindiéndose a la hipnosis de la televisión, hasta que la señora Lorenzo decidía irse porque no echaban nada que valiera la pena. Muchas veces era yo quien la acompañaba hasta la puerta y formalizaba educadamente la despedida. Luego volvía al cuarto de estar y me sentaba junto a mi madre, en el hueco que había dejado la señora Lorenzo. «Ay que joderse, la vieja pendona, decía mi padre, y que el amor no es lo más importante…», «Vaya ocurrencias…», añadía mi madre, sin apartar la vista del ganchillo. Entonces yo me quedaba mirando la televisión, fuera de contexto, porque todavía no comprendía muy bien la función de una frase entre puntos suspensivos, pero mis padres, sí. Y yo creía que era al revés.

Bestiario íntimo. El ratón

Soy poco amigo de las largas colas que se arrastran, no me dan confianza. Algo más de los amantes del queso. Hay personas tan parecidas a los ratones que huyo de ellas cuando me asomo a sus simpatías. La simpatía de muchos es como el hocico de estos roedores: entre sus bigotes se esconde una máquina trituradora. Lo peor es cómo te devuelven lo que acaban de quitarte: hecho mierda. En eso consiste su agradecimiento singular y detestable. No es agradable encontrarse charquitos de orina y excrementos en lugar de un simple gracias. Esa falta de educación asombrosa es tan real como el mito de su indefensión. Compagina esta criatura a la perfección su gracia menuda y su intolerable rapiña. Con ese pánico ciego que en ciertas sensibilidades femeninas genera, ha conseguido que sea la silla doméstica atalaya de salvación. Y un logro suplementario en tiempos de revuelta lila: estrado desde el que lanzar consignas y mensajes igualitarios.