Poco se sabe de las relaciones de Danilo Manso con las mujeres. Las tuvo, quizás aún las tiene. Si pincho por aquí y por allá, si cuelgo preguntas, si indago en respuestas, si entro en páginas y archivos más profusos o más claros que sus propios escritos, quizás halle el número de mujeres que le quisieron bien y de las que lo recuerdan porque le quisieron mal. Lo que será más difícil es encontrar testimomios suyos que contradigan o admitan lo que fue o no fue esa relación: en base a la prodigalidad de sus confidencias, ninguno. Lo que uno pueda deducir de sus textos será siempre parcial. La literatura no evita la realidad, pero la sublima o la recrea en función de un interés poético. Uno tras otro, los poemas y los fragmentos de Danilo en materia de amor son polvo de desamor, arena sucia, tela gastada. Como escribió Sándor Marái, una persona enamorada no escribe poemas, el poeta más bien está enamorado del poema que escribe sobre el amor. Escribiendo sobre el desamor, Danilo Manso también habla del amor. El siguiente fragmento es un fragmento triste, un texto de nostalgia anticipada, de prevista decepción. Lo recibieron en sus correos todos sus conocidos. Porque no decía nada, porque estaba lejos o porque pulsó por error en la tecla de envío. Porque estaba lejos, probablemente no.
«LLueve en Montevideo.
Veo caer las gruesas cortinas de agua sobrte los tejados de amianto.
El viento arrastra en las calles las ramas arrebatadas a sus árboles, corren con alegre desesperación los bañistas, vuelan los pareos. Fluyen al pie de las veredas improvisados arroyos donde navegan chinelas, frascos de protección solar y pamelas.
Nadie me conoce aquí. No estoy solo, pero nadie me conoce aquí.
A mi lado, una mujer con la que acabo de hacer el amor se pinta las uñas y espera. Me ha hecho una pregunta y espera. Es morena y menuda, tiene el pelo largo y una belleza de un extraño magnetismo virginal, aunque corriente.
La rambla está cerca, y el mate, cebado, ni con el fragor del agua demora su plática, que se instala a cubierto entre las terrazas entoldadas y sonoras.
Me gustaría contestar que sí, tocar sus muslos pequeños otra vez y poner dentro de su boca mi lengua, que sabe todavía a incienso y a rosas.
Pero está cayendo la noche, no para de llover y mis palabras, como estas hojas, están siendo devoradas ya por el aguacero.»