No nos molesta quedar con él y tomarnos una cerveza, es nuestro amigo. Lo que nos molesta es que nunca pague, que nunca invite a una ronda, como si diera por hecho que asumimos y comprendemos su situación precaria. Que no es tal, aunque por nuestra parte entendamos que sus ininterrumpidos proyectos exigen cuantiosos desembolsos. Comparativamente, la nuestra es una situación infinitamente más precaria que la suya, pero siempre llevamos en el bolsillo unos euros con los que pagar lo que consumimos. Lo nuestro y lo suyo, porque él nunca lleva nada en el bolsillo, calderilla, un puñado de céntimos a lo sumo. Eso también nos enfada. Mete la mano en el bolsillo y pone sobre la mesa esos céntimos insignificantes que acreditan su falta de recursos, que no es tal, conminándonos a que seamos incluso receptivos a su humilde aportación. Nos enfada éso, y mucho, más que el hecho más que asumido de que nunca pague. Y desprestigia innecesariamente su amistad comprometida y generosa en otros aspectos porque el gesto es ruin y en parte vergonzoso. Nos callamos, no le decimos nada porque cuidamos de que su sensibilidad extrema actúe en nuestra contra. Más de una vez un reproche informal, de contenido inofensivo, le han puesto al borde de las lágrimas y a nosotros en una situación indeseable. No vale la pena. Pero velar porque esa amistad, que tiene un sólido cimiento de años no se resquebraje, supone para nosotros un esfuerzo que algún día esperamos que él pueda reconocer. Porque nos puede molestar que no pague nunca y nos puede enfadar el vergonzoso gesto de la calderilla, pero nos produce dolor y rabia a partes iguales el desenfado y la naturalidad de sus comentarios acerca de lo que ya posee o desearía poseer. Todo lo que gana lo gasta en herramientas y materiales o inmuebles o lo invierte en bienes y operaciones financieras a largo plazo, nunca tiene un duro. Es corriente oirle decir que tiene que pasar el mes con dos o tres euros, y a nosotros, que no entendemos la amistad si no hay en ella espíritu de solidaridad y apoyo mutuo, ofrecerle, aunque nos cueste, algo de dinero con el que aliviar sus provisionales carencias. Ayer, sin ir más lejos, mientras se arrascaba el bolsillo en busca de esa chatarra pegajosa cuya visión sobre la mesa nos produce náuseas, pagó la última letra de un local arrendado a un tercero cuyos beneficios invierte de inmediato en el pago de un bungalow de magnitud mediana, aún sin acondicionar. A veces tenemos la sensación de que esa honestidad brutal que muestra con nosotros tiene su origen en un trastorno mental no diagnosticado, y sufrimos porque el día de mañana nuestro amigo no esté preparado para enfrentar las consecuencias. Otras veces, y esto ocurre cada vez con más frecuencia, la sensación es inversa, y mirándonos los unos a los otros a los ojos, comprendemos que los trastornados tal vez seamos nosotros.
