Carpeta de sueños. 3

Un amigo me pide desde la tele que, en su ausencia, cuide de sus tierras, no sea que se las quiten los catalanes. Le dejo con la palabra en la boca y cambio de canal, donde policias antidisturbios extraen de grandes cestas de mimbre tortas de pan que distribuyen entre la gente.

A la puerta de una jaima, en pleno desierto, mi familia come pipas alrededor de una mesa cubierta con una alfombra. Al verme llegar, mi madre me abraza y me presenta a mis hermanas. El interior de la jaima es un lavadero de ropa con farolillos chinos colgados del techo. Mi padre está acuclillado en un rincón, cagando. «Ya estás otra vez con lo mismo!», le digo, enfadado.

Estamos Leandre y yo en un almacén gigantesco atestado de andamios, la mayoria sin armar, apilados desordenadamente contra las largas paredes. «Son para hacer huesos», me dice. Como está todo muy oscuro, extrae del bolsillo trasero de mi pantalón una luz blanca y la habitación se llena de literas y de camas que dejan un pasillo en el centro. Nos encontramos con una monja a la que yo no veía hacía más de veinte años y Leandre le propone matrimonio. Yo me pongo a jugar al ajedrez en la cama de un enfermo.

Familias (II)

La historia es muy conocida, y a nadie que haya leído algo sobre la vida del autor de El almuerzo desnudo le habrá dejado indiferente. En Mexico, en un apartamento que apestaba a ginebra, tequila y ron, el escritor coloca un vaso sobre la cabeza de su mujer y dispara a lo Guillermo Tell, sin ser Guillermo Tell. Milagrosamente, el vaso se salva, pero la cabeza de Joan Vollmer estalla como una granada. Todo sucede ante la mirada del pequeño Bill, quien aseguraba recordar el acontecimiento con tanta claridad que la imagen de los sesos salpicándole la cara formó parte permanente del arsenal de sus pesadillas. Sin embargo, su padre lo negó siempre. Sin duda al pequeño Bill, que no tenía más de cuatro años cuando aquello ocurrió, le hubiera gustado que su padre admitiese alguna vez que hasta aquel momento, sin ser del todo una familia unida, eran al menos una familia feliz, o viceversa. Por razones obvias, ya no lo serían jamás, pero la personalidad de William Burroughs aporta razones suplementarias a este absoluto. Familiar, lo que se dice familiar, no es que Williams Burroghs lo fuera, entre otras cosas porque su verdadera familia eran los opiáceos, las anfetaminas, el alcohol y un largo etcétera de estímulos adictivos. No tenía tiempo para llevar al hijo al cole, bastante tenía con estar tumbado y mirarse las puntas de los zapatos mientras estaba colgado, que era siempre. Además, de un modo muy interesado consideraba que los hijos se tienen, pero son las instituciones públicas quienes han de encargarse de ellos, y era profundo su convencimiento de que la familia constituía un obstáculo para el progreso humano. En valoración de afectos, los niños estaban muy lejos del cariño preferencial que sentía por los gatos. De modo que es dificilmente imaginable que la familia, o lo que quedase de ella, se reuniese en Navidad para rememorar el drama del desgraciado asesinato. Entre otras cosas, para evitar la eterna pelea, el hijo decía haber estado presente y el padre, el célebre autor de Yonqui, lo negaba. E insistió mucho en eso, no sabemos por qué, aunque lo sospechemos. Están de su lado los biógrafos, que no registran que el pequeño Bill pasó la tarde entre pistolas y borrachos incontrolados. De ninguna manera. Pero también la policia creyó que el alma se disparó accidentalmente y la tragedia fue inevitable, y tampoco estaba allí. Con un poco de dinero, en Mexico era posible darle la vuelta a la verdad de los hechos, y los nuevos hechos se instalan, se mantienen, y se defienden. La memoria también es corrupta. Me empeño en darle importancia a algo que a lo mejor no la tiene, el hijo decía que sí y el padre decía que no, y punto. No es culpa mía que no estuvieran unidos, como lo estamos mi familia y yo. Sin embargo, llegaron a parecerse mucho, y el pequeño Bill también entendió que las drogas, el alcohol, el desarraigo y la escritura son algunas de las dramáticas formas que adopta la felicidad. Tenía treinta y tres años cuando murió y dejó escritas dos novelas, no carentes de estilo personal, que hubieran alcanzado un mayor reconocimiento si su padre no las hubiera escrito antes que él. Pero eso es otra historia.