Nadie encendía las lámparas

El escritor uruguayo Felisberto Hernández pasó una parte de su vida arrastrando maletas. Maletas, pianos, esposas y una madre ineludible. Allí donde su itinerancia de pianista le llevase, siempre habría una pensión barata donde alojar a mamá Calita. El poder de cuatro esposas no bastó para separar a Felisberto de la protección materna. «Lo nuestro es indestructible, esto es para siempre, pero yo tengo que vivir con mamá», le dijo a Reyna Reyes, su cuarta esposa, unos días antes de abandonarla sin cortesía. La representación fundacional de aquella dependencia la extrae el escritor de sus recuerdos de escuela, cuando deseó vivir para siempre bajo las enormes faldas de su primera maestra. Ese deseo secreto o no tan secreto, marcó el itinerario de su sensibilidad como artista y su pulsión sentimental como amante. Sometido desde niño a la disciplina del piano, donde su introversión halló el primer refugio, Felisberto debuta tempranamente como concertista y rueda por cafés, colegios y sociedades civiles de Uruguay y de la provincia de Buenos Aires, cosechando éxitos de remuneración escasa. Antes, el cine de su barrio le contrata para musicalizar en directo películas mudas. Como se verá, siente fascinación por todo aquello que no hable. Su otro talento, el de escritor, combate en sesión de noche con el de músico y logra emerger en forma de pequeños libros publicados por él mismo y acogidos con honesta comprensión por su círculo de amigos. Muchos de sus cuentos nacen de su experiencia como músico, como los incluidos en el volumen Nadie encendía las lámparas, publicado en 1947, cinco años después del abandono definitivo del piano y de la que fue su segunda mujer, Amalia Nieto. Siempre nos quedará una pensión barata, suponemos sin suponer que le diría a su madre. Mi mujer y yo hemos leído esos cuentos y hemos flipado. En ellos, los objetos participan de la trama con la misma autoridad que el resto de los personajes, una condición impuesta de manera natural por el artista, que halla en la naturaleza inerte de las cosas el depósito de la memoria y de los sentimientos. Patrícia Medeiros, la novia que peor perdonó sus rarezas, describe esa lenta y extraña aprensión de Felisberto hacia el mundo real, que le lleva a acudir a las citas media hora antes, tiempo a veces insuficiente para reconocer el espacio y los objetos, sin lo cual su seguridad se derrumbaría. El balcón, por ejemplo, narra la historia de una joven enamorada de su balcón, y, en Mi primer concierto, la admiradora de un concertista de éxito transmite su emoción a un singular acompañante: «cajita de música, es él». Lejos de ser infantiles, estos cuentos son misteriosos y raritos, cuando no crípticos, pero nos atrae de ellos la enfermiza musicalidad de su prosa inexperta. Quizás porque mutiló involuntariamente su formación académica, la sintaxis de Felisberto no alcanza el aprobado por los pelos de algunos críticos. Para nosotros, esa ingenua y aparente naturalidad merece un sobresaliente. Y un premio honorífico el sistema taquigráfico de su invención, que facilitó otro escondrijo original a su personalidad inhibida. Del agrado de mi mujer es El comedor oscuro, un relato del que extrae lecturas que ensanchan la picardía de su optimismo, no sé por qué. A mí, en cambio, me gusta Muebles El Canario, que se lee muy bien y se acomoda con facilidad a mis ocurrencias y disparates. Muy lejanamente, el lector de olfato adiestrado percibirá el aroma de los sanatorios psiquiátricos en Menos Julia, sutilmente impregnado de la hermosa locura de Felisberto, quien sintió una moderada atracción por sus abismos. Y para los lectores de sueño difícil, recomienda el que esto escribe Las dos historias, con cuya lectura venció el insomnio de manera inmediata y fulminante. Es el más abstruso, enigmático y narcótico de todos, aunque no el menos bello. Tenemos que acabar. Ha notado mi mujer la débil influencia de un escritor al que Felisberto leyó con devoción desganada. Esas huellas son poco visibles en los cuentos, pero de su encierro voluntario en aquel sótano cedido por Reyna Reyes, sin otra cosa que una mesa, una silla y algo con lo que escribir, arriesgo una opinión que mi mujer comparte: hizo realidad el deseo de Kafka. De los escritores sudamericanos, quizás sea Felisberto el más genuino entre los menos recordados, y el menos recordado entre los más puros. Su figura y su obra circulan en una zona de penumbra de la que felizmente emergen, en esta casa, cuando alguien enciende una lámpara. Casi siempre, mi mujer. Yo suelo estar todo el día en la pensión, con mi madre.

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Una historia real

Me encontré con M en la fuente, anoche. Siempre que nos vemos, M me da un abrazo grande, me besa en el cuello y en la boca y me coge la cara entre las manos, con fuerza, con alegría, como si quisiera estrujar un coco. Le tengo mucho aprecio, pese a todo. Nos conocíamos de antes, pero fraguamos nuestra amistad en el centro de rehabilitación de hombres separados, donde nos enseñaron a freir un huevo y a administrar nuestra desesperación. A él, su mujer le había abandonado por otro y a mí la mía por otra, en los tiempos aquellos en que un hombre tenía que empezar a espabilarse un poco, por su bien. Tanto a él como a mí, la rebelión nos pilló desprevenidos y el desasosiego y la inquietud, unidos a un angustioso desamparo, propició un início de decadencia que no supimos prever. Cómo íbamos a preverlo, si no habíamos hecho nada malo. El caso es que un familiar mío me agarró un día de las orejas y me ingresó en el centro aquel. «Para que aprendas», me dijo. M estaba aún peor que yo, y eso que yo casi casi había perdido hasta el habla. Como nos conocíamos de vista, y a mí los hombres grandes y medio brutos siempre me han producido simpatía, conectamos enseguida y entablamos una amistad que, poco a poco, desde que abandonamos el centro, se ha ido fraguando con nuestros encuentros casuales en la fuente. A Dios gracias, yo ya he encontrado mujer, pero a él le está costando mucho, con lo mal que se está solo. En el centro nos enseñaron técnicas de galanteo adaptadas a la vida de hoy, y de ellas he sacado provecho. No así M, que arrastra además el grave inconveniente de las hijas, que no crecen como tendrían que crecer. En el centro te tratan muy bien y te enseñan muchas cosas y muy buenas, pero a un hombre como M, acostumbrado a servidumbres silenciosas, dos hijas para él solo le quedan un poco grandes. Fue porque la mujer no pudo llevárselas a Berlín, por papeles de aquí, y la suegra no las quiso entonces ni las quiere ahora. La suerte mía fue no tener nada. De hijos, digo. Todo es más fácil sin hijos. En el caso de M, un lastre que de manera harto injusta frena su incorporación a la vida sentimental. Mucho mejor hubiera sido para las niñas Berlín, donde el crecimiento de las mujeres es imparable. De modo que, para M, nuestros casuales encuentros en la fuente constituyen hoy por hoy su único motivo de alegría. Yo por mí le daría trabajo en el taller, haciendo lámparas, pero el problema son las niñas, que donde las metemos.

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El destino siempre viaja con nosotros

Lo que me contó aquel amigo me recordó la historia de las mil y una noches en la que el jardinero del rey, atemorizado por la mirada de la Muerte al cruzársela una mañana en el mercado, pide a su soberano caballos con los que huir a Ispahan. Por la tarde, el rey se encuentra con la Muerte y le pregunta por qué había amenazado con su mirada al jardinero. La muerte le contesta que su mirada no fue de amenaza, sino de sorpresa al verlo allí, pues esa noche debía tomarlo en Ispahan. Lo que me contó aquel amigo me lo contó en un bar de Rawn, ciudad a la que había llegado huyendo de la vejez, con la que se encontró cara a cara en la barra de otro bar, en un barrio de la ciudad de donde él provenía. Después de una vida disfrutada en libertad, sin ataduras ni responsabilidades convencionales, a la edad de cincuenta años vio la rota dentadura de la vejez, sus arrugas mal cosidas, su traje descuidado, su soledad triste e infecunda. Tuvo miedo y echó a correr. Nunca le habían parecido tan imprescindibles el amor, la compañía de una mujer  y un techo seguro bajo el cual amortiguar su deterioro. Pensó que allí, en Rawn, encontraría todo aquello que antes había rechazado. En Rawn, las mujeres tienen fama de hermosas, la vida en sus jardines y sus plazas es alegre, y luminosa y segura y acogedora la paz en el interior de sus viviendas. Había pasado el tiempo. Mi amigo, poco acostumbrado a los mandamientos del amor, conoció a varias mujeres en cuya conquista fracasó-debido, me dijo en un arranque de sinceridad, a la práctica egoista de aquella libertad que en otro tiempo disfrutó de modo exclusivo. Alquiló en las afueras un piso barato, pequeño y con poca luz, y sobre él fueron pasando los años triste y desconsoladamente. Allí, en aquella barra del bar donde el azar, después de muchos años, quiso que nos encontráramos, la vejez, la que menos deseaba, le había dado por fin alcance, incluso un poco antes de tiempo. Estaba solo, descuidado y olía mal. Al preguntarme cual era la razón que me había traído hasta Rawn, le dije que en realidad estaba de paso, que Rawn era una parada más de las muchas que debía hacer hasta llegar a Lur, mi destino final. Me dijo que nunca había oído hablar de esa ciudad y le confesé que yo tampoco. Voy a una ciudad que desconozco, le dije, porque desconozco también de lo que huyo. No era cierto. También yo había encontrado los fríos ojos de un perseguidor implacable y huía de él. Para no abrumarle con pedanterías, omití argumentar mis palabras con otras de Blanchot, en las que el escritor reduce la literatura al ámbito del silencio y el anonimato y en ella desaparece, para que la muerte, o peor aún, la eternidad, no encuentren en su día nadie a quien llevarse. Solo le dije que allí, en Lur, por ser una ciudad que no existe, quizás fuera posible escapar para siempre de los fantasmas de la realidad. Lo dije convencido, pero la mirada oscura y desarraigada de mi amigo, como un pozo de sombra en el que se reflejara la mía, me atemorizó. Di por terminada la escapada y regresé a mi taller. Mejor, me había dejado algunas lámparas sin hacer.

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La mujer transparente

Rosario Jarro es autora de un solo cuento. Danilo Manso, socio fundador de la revista D.O. BELTRONICA, le pidió una colaboración para el ya mítico número 0 de aquella publicación. La escritora accedió a la demanda a cambio de que el propio Danilo instalara unos visillos de Holanda en el salón de su casa, conseguidos en un intercambio similar con un editor de Rotterdam, interesado en incorporar a la autora a una nómina antológica de cuentistas de un solo cuento. Desde entonces, el relato ha sido publicado innumerables veces en distintos medios y en soportes variados, lo que ha permitido a Rosario Jarro obtener recompensas con las que incrementar su patrimonio doméstico. Para su publicación en HERMETICAMENTE RECTO, la ya casi octogenaria escritora ha solicitado un par de apliques de pared, con flores y mucho color, con los que alegremente iluminará el sombrío pasillo de su casa. El acuerdo ha sido inmediato. El relato de Rosario ensaya un tema universal, presumiblemente contado aquí y allá de mil maneras diferentes, pero escrito de un modo sencillo, original y único, en su juventud, por esta dama venerable. Como creemos por encima de todo en el valor de lo inútil, porque creemos en la literatura, es fácil adivinar cual de las dos partes ha salido más  beneficiada con el cambio. El relato lleva el título que da nombre a esta entrada, y esta es la transcripción del manuscrito original:

Una mujer vivía sola. Su mundo era muy pequeño, una pequeña campana de cristal hecha de rutina en la que como una autómata flotaba cada día. Hacía mucho tiempo que había decidido algo: no encontrarse nunca con sus ojos en los espejos. Pero una mañana, sin saber por qué, no cumplió esta norma. Y sus ojos se encontraron con sus ojos. Notó algo extraño, algo impreciso, como si su figura no tuviera una línea definida, como si su silueta se difuminara ligeramente. En los días siguientes fue estudiando este extraño cambio, al que siguieron otros más: poco a poco, y sin saber por qué, notó que sus compañeros de trabajo cada día se dirigían menos a ella, apenas sí la saludaban cuando cada mañana se deslizaba como un pequeño fantasma por la oficina; en los comercios, los dependientes nunca parecían oir lo que les pedía y siempre era la última en ser atendida; el autobús que cogía a diario dejó de parar si ella era la única persona que esperaba en la parada. Su voz se volvía más y más débil, apenas un susurro, como el del viento que rozaba las ramas vacías de los árboles aquel invierno, igual de gris y triste. Cada día, la imagen que le devolvía el espejo era más translúcida, más difuminada, casi transparente. Una tarde salió a la calle. Llovía y en las aceras la gente se apresuraba. Algunos la flanqueaban, otros la empujaban, había quienes incluso pasaban a través de ella. Nadie la veía. Ella se buscaba en los ojos de los demás y sólo encontraba miradas vacías. Fue entonces cuando comenzó a llorar. Lloraba como nadie había llorado antes y al llorar ella misma se convertía en lágrimas. Al final solo quedó un pequeño charco en el suelo, hecho de lágrimas y lluvia, que los peatones esquivaban para no mojarse los zapatos.

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El tiempo, por si las moscas

Antes que el gazpacho, el bañador y el tinto de verano, antes incluso que la canción del verano, existían las moscas. Según Tito Monterroso, quien aprendió mucho de ellas, son junto al amor y la muerte los tres grandes Temas. El no lo escribe con mayúscula, pero yo sí, por el ridículo afán de corregir al gran maestro. Monterroso, como todo el mundo sabe, es el autor del cuento del dinosaurio, ese en que un pobre dinosaurio, amodorrado por la ingesta exagerada de masa forestal, sueña que es un hombre, casado y con dos hijos, que al despertar de un sueño etílico descubre con sorpresa que la botella aún seguía allí. El original de Monterroso es, desgraciadamente, un gran cuento de siete palabras de dificilísima adaptación al cine. Mi versión dinamita las doctrinas del maestro pero abre la puerta a las esperanzas de los guionistas. Escribir que «cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí», es poco, y el alcance de su mensaje llega hasta donde llegan los temas que no son grandes Temas. En mi humilde opinión, Monterroso perdió la oportunidad de escribir el mejor microrrelato de la historia si su protagonista hubiera sido la mosca. O la mosca, o el amor o la muerte. Cuando despertó, la muerte todavía estaba allí, por ejemplo. O la mosca. O el amor. Bueno, el amor no tanto, el amor no siempre está ahí cuando uno despierta. Pero un dinosaurio…Sorprende, no digo que no, pero es un impacto sin dolor, intranscendente, adaptable como mucho a las plasticidades del séptimo arte, siempre y cuando la botella aún siga ahí. No. Convengamos en aplicar al dinosaurio atributos prestados del Tiempo, un gran Tema excluído de la trilogía del maestro. Entonces a lo mejor sí, entonces a lo mejor uno despierta y comprueba atónito que la monarquía, esa arcaica forma de gobierno, sigue estando ahí, como un dinosaurio. Entonces a lo mejor sí, es el Tiempo el gran Tema y lo absurdo y lo anacrónico y lo inaceptable sostienen entre líneas su formulación. En ese caso, renuncio a mi versión y le devuelvo a Monterroso lo que es suyo, que ya es de todos. Y el cine nos sobra, con el cuento nos vale. Si no nos quedamos satisfechos, dedicamos el resto del  verano a leer la obra completa del maestro, antes de despertarnos, aunque Monterroso siempre estará ahí. Eso, hasta las moscas lo saben. Y si no, al tiempo.

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