Escrito a mano. Ausencias.

Visito con interés una exposición colectiva sobre la ausencia. Uno de los siete artistas seleccionados es amigo mío, y su obra construye los silencios y las melancolías que sobre nuestra memoria deposita el viaje. En este caso, un viaje a Marruecos en el que yo estaba ausente. Estuve en otros, pero en este no. El artista evoca la nostalgia de la experiencia a través de materiales diversos, poéticos y audiovisuales, una maleta que contiene una cámara, unas cintas y una lamparita, un video que recoge escenas del viaje y un espacio circular hecho de arena sobre el que ha depositado una tetera y unos vasos de barro sin cocer. Contemplando esa instalación, deduzco que la ausencia es un plano de simetrías. En un lado están el espacio y el tiempo, que contiene todas las ausencias posibles, y en el otro el ausentado, que a su vez retiene las ausencias de los que están al otro lado. Como ausente, la instalación me permite sentir profunda nostalgia de aquel viaje que no hice. La conclusión admite que la ausencia es siempre permanente, y que vamos construyendo la vida con la engañosa idea de hacer desaparecer el vacío que deja lo que transcurre. Un imposible, por tanto. Cuanto más llenamos, más vacío creamos. Perdido en esas reflexiones un tanto inútiles, el itinerario de la exposición recupera ausencias que como fantasmas o sombras vagan por el territorio íntimo de mi memoria personal. En el catálogo de presentación, Esther Lozano escribe que «del mismo modo que los silencios comunican, las ausencias hablan. Las cenizas de un incendio recuerdan el fuego…la ausencia no es sólo muerte, es silencio, es lejanía, es vacío, es soledad, es quietud…». Y escribir, añado yo, es un modo de recuperar y retener mediante el recuerdo y la imaginación la vida ausente. La literatura otorga presencia. O, dicho de un modo pretencioso, la literatura rehace la vida. Y la fija, detiene el ciclo continuado del vacío.

Escrito a mano. El soldado Gómez.

El soldado Gómez no era ni muy tonto ni muy listo. Tenía facilidad para aprender rápido y bien, tenía cabeza. Se le daban bien los números y las letras y tuvo la suerte de dar con el sargento Bravo, que le cogió cariño y le instruyó. Era raro. En África no había tiempo para instrucciones letradas ni tampoco militares. Por no hablar de cariño. Según llegaban los reclutas se les mandaba, casi con lo puesto, directamente a lineas defensivas o a regimientos de avance o contención, de acuerdo con el estado de la campaña. Pero al soldado Gómez le mandaron a una guarnición del sur, alejado de los escenarios de la batalla, como ayudante en diversas tareas de intendencia. En realidad, un perfil como el del soldado Gómez era el que más convenía al sargento Bravo. Había muchos modos de defender a la patria, y el del sargento Bravo ejemplificaba lo que otros muchos suboficiales como él y algunos mandos superiores entendían por patria: un almacén de corrupción y soborno donde el pillaje y la codicia eran emblemas de su ideal. Los muertos no importaban. Eran pobres gentes miserables del campo y la ciudad que si no era en esa guerra morirían tarde o temprano de hambre y de miseria. Se les mandaba a batallar, descalzos, con lo puesto, y si morían, ya vendrían otros muchos a sustituirles. Salían gratis. Bajo la protección de Bravo, el soldado Gómez hacía funciones de cabo furrier. No era cabo, pero hacía las funciones que al sargento Bravo le salieran de los cojones, allí el que mandaba era él. Las botas, los correajes, los pantalones y las casacas que el ejército se ahorraba con sus muertos desnudos, los apuntaba con su letra alta y derecha el soldado Gómez, los almacenaba en un contenedor de hojalata prensada y el sargento se ocupaba en su día de sacarles provecho. El capitán tenía su parte, con arreglo a su rango, pero el sargento íba poco a poco haciéndose con un capitalito, por si el día de mañana. Ojalá la guerra no acabase nunca, pero nunca se sabe, con estos políticos. Hablaba de estas cosas en voz alta, delante del soldado Gómez, porque la lealtad y el miedo del soldado Gómez las tenía compradas con los privilegios que le otorgaba y con un afecto que no dejaba de ser sincero. El soldado Gómez vestía bien, indumentarias siempre nuevas, y unas perras en el bolsillo para sus chatos de vino y permiso para escribir. Porque ahora que sabía escribir, con letra buena y clara, el soldado Gómez sacaba un extra escribiendo cartas de los compañeros. Allí nadie sabía escribir. Ni escribir ni leer. El soldado Gómez, por una perra, escribía lo que los soldados que tenían novia y familia querían que escribiese. En la cantina, alrededor de una botella de vino, se sentaba con los reclutas y escribía. Era fácil, casi todas las cartas eran iguales. La comida, la rutina militar e incluso el tedio eran los temas que junto a la añoranza y el recuerdo ocultaban el temor que corría por el interior de todos. El campo de batalla estaba alejado, pero una orden, cualquier día, en cualquier momento, podía acabar con la esperanza de no entrar nunca en combate. También ese temor era compartido por Gómez. No era un joven fuerte, ni musculoso ni aguerrido, más bien tiraba a flemático y su apariencia no lo contradecía. Sin embargo, a veces, tenía nervio. Obedecía las órdenes con prontitud y reaccionaba con iniciativas ocurrentes ante las propuestas de su sargento. También por eso le había elegido. El sargento tenía ojo. Cuando bebía es cuando el soldado Gómez mostraba sus debilidades: como todos los demás, con el vino y la baraja conjuraba las amenazas del destino. Las mujeres estaban cerca, al otro lado de la alambrada, y siempre había una oportunidad de traspasarla y frecuentar un amor de pago, porque las novias estaban lejos, y puestos en lo peor, podía ser que para siempre. A los ojos de los demás uno no era del todo hombre si alguna noche no saltaba la alambrada. Gómez también lo hacía.

Porque podía dudarse de él que fuera menos tonto o menos listo, pero no que fuera menos hombre. Y parecer un hombre también se le daba bien al soldado Gómez. Quizás más de lo que le convenía. En su pueblo, donde había dejado una novia que le quería, hacía ya mucho tiempo que no sabían de él. Meses, puede que un año o más, habían perdido la cuenta. Podía estar muerto. De esa guerra todos sabían que era difícil volver vivo. Era incluso más difícil volver muerto. Si había pasado ya mucho tiempo y nadie sabía de tí es que lo estabas, casi seguro. El pensamiento de la Dominga era ése, como podía ser el de cualquiera. De momento, el soldado Gómez no estaba muerto. Ni muerto ni desaparecido. También la guerra se estaba portando bien con él, para qué negarlo. Él no era un hombre de ideales, no valían mucho los ideales, ya había quienes los tenían y si convenía los tomaba prestados mientras le resultaran provechosos. No quería pasarse de listo, pero no era tonto. Las cosas las veía, pasaban ante él, qué otra cosa podía hacer. Los tiros quedaban lejos y él llevaba bajo órdenes las cuentas de los que caían bajo sus ráfagas. Un día, cayeron en una emboscada compañeros cuyos cuerpos serían irrecuperables. El soldado Gómez apunto los correajes, los cintos, las botas y todo lo demás y le dió la planilla al sargento Bravo, como siempre. Había muchos. Cientos. Por eso y porque el sargento Bravo quería demostrarle que le apreciaba de verdad, le dio unos buenos duros. «Salta esta noche y diviértete. Yo no sabré nada». Y eso hizo. Saltó la almbrada. En la taberna, la única que en aquel miserable arrabal asfixiado de moscas y polvo había, soldados y suboficiales de otras guarniciones menores compartían francachelas. No hacía falta que el sargento Bravo no supiera nada, todos lo sabían y todos daban por aceptable y no punible divertirse de vez en cuando. Forma parte de cualquier guerra, y de aquella más. Bastaba con no pasarse. Lo justo para que la brutalidad tuviese siempre un margen de crecimiento y expansión. El soldado Gómez daba las cartas a dos soldados más como él y a un brigada sudoroso y gordo que apestaba a licor inglés, y no barato. Sentadas a la barra, dos mujeres charlaban en medio de un corro de soldados. Reían, gesticulaban y bebían todos a morro de una botella que podía ser cualquier cosa. Las faenas se hacían arriba, en dos cuartos amugrados sobre camas o jergones acolchados con sacas de paja. O sin colchones. Sobre los muelles o sobre el suelo, poco importaba. Importaba la diversión, escapar, olvidarse de lo real. Gómez aún no había subido, la mujer por la que se dejó arrastrar por la pasión y le hizo olvidar a la Dominga estaba arriba, ocupada, y ahora esa era su mujer, no quería otra. Gómez era así, desleal y miserablemente fiel. La Dominga. Qué sabría la Dominga de lo que es una guerra. Estaba ganando y el vino le deshacía las flaquezas. Quería subir ya, pero no dependía de él. Aún no. Ese brigada de casaca desabrochada con la camiseta interior, de tirantes, llena de lamparones de licor y de vino sentado frente a él, era quien mandaba allí, aunque pocos lo supieran. Dueño del tugurio y amo de los deseos ajenos. Cuando llegaba la señal, llegaba como una orden. Y finalmente llegó. Sube, le dijo sin apremiar la voz. Gómez deslizó sobre la mesa una copia de la planilla con los últimos muertos y el brigada la ojeó. Cientos. A sus ojos enrojecidos por el alcohol se sumó el violáceo de la codicia. Ya faltaban menos. Cuando llegasen a mil, se ocuparía de denunciar la corrupta gestión de Bravo- sabía ante quién hacerlo- y echaría mano a aquel contenedor que sólo el sargento Bravo y el soldado Gómez conocían. A buen precio, el enemigo estaría dispuesto a vestir su tropa desnutrida y más desnuda que la suya. A patriota, al brigada Setién no le ganaba nadie, y al soldado Gómez, que tenía los ideales que a cada momento le convenían, tampoco. Tenía dinero y una mujer que le esperaba arriba y eso no era ni bueno ni malo, aquello era una guerra. Una mujer que pronto, ese era el trato, sería para él solo y para siempre, mientras durase la guerra. Y ojalá durase mucho, aunque nunca se sabe, con estos políticos.

Papeles perdidos. 1

A la memoria de Antonio Pavón Leal

Cuenta J.L. Borges en una entrevista que una televisión mexicana invitó a dos escritores y los sentó a una mesa, frente a frente, para que hablaran de literatura. Uno era él: el otro, Juan Rulfo. «En realidad -decía Borges- el único que hablaba allí era yo. Rulfo intervenía de vez en cuando con algún que otro silencio». Las palabras de Borges, que se declaraba un admirador de la obra del escritor mexicano, señalaban con cariñosa ironía la fama de hombre callado que desde siempre había perseguido a Rulfo. Así contado, parecería que detrás de esa forma inocente de organizar un programa sobre libros, se tejía una misteriosa trama de complicidades. Literarias, naturalmente. Reunir en una misma mesa a dos de los mejores escritores del continente, que no sólo habían elaborado una obra distante y distinta en temática y estilo, sino que representaban dos modos opuestos de exteriorizar una personalidad, complacería, sin duda, los deseos de juego y paradoja de los seguidores del programa.

Rulfo prodigaba sus silencios en acontecimientos públicos, pero también en sus encuentros cotidianos con amigos y conocidos, y a ese silencio se oponía la rica locuacidad de Borges, un apasionado de la palabra y, por descontado, un excelente conversador. Hasta el punto de que hoy no puede faltar en la biblioteca de un lector borgiano alguno de los libros de conversaciones y entrevistas que el autor mantuvo con sus críticos y estudiosos. La obra del escritor argentino fue creciendo y extendiendo su influencia a lo largo de su vida, pero el personaje público crecía también imparablemente, sus apariciones generaban expectación y de sus palabras se esperaba recibir también el placer y el conocimiento que podían obtenerse en sus libros.

A los dos escritores les unía su genialidad. Cada uno de ellos, desde territorios temáticos muy alejados, construyó una obra que renovó radicalmente la literatura latinoamericana. Borges, que comenzó su carrera como poeta, publica Historia universal de la infamia, su primera colección de cuentos, en 1935. El llano en llamas, el primer y único libro de cuentos de Juan Rulfo, ve la luz en 1953, pero mientras el escritor argentino incrementó su obra con la aparición posterior de otros volúmenes, y siguió cultivando la poesía y el ensayo hasta su muerte, Rulfo, en 1955, publica su segundo libro, la novela Pedro Páramo, y en coherencia íntima con la reserva y la discreción de su verbo, guarda un absoluto silencio literario que dura hasta su muerte, en el año 1986. El mismo año en el que, para redondear este juego de espejos y paradojas, muere, en la ciudad de Ginebra, J.L. Borges.

Tanto El llano en llamas como Pedro Páramo son obras cumbres de la literatura mexicana y universal, y las dos contienen en su brevedad toda la soledad, el fatalismo y la mitología de una cultura que extrae de la muerte su contínua regeneración vital. Sus estructuras se construyen con vertiginosos silencios, y el estilo, como expresa con acierto Jorge Volpi, trata de acercarse una y otra vez a esa forma sublime y completa de expresión. Se diría que entre la obra y el autor hay una absoluta identificación de voluntades. De manera recurrente, a Rulfo se le preguntaba cuándo volvería a escribir un nuevo libro, algo que parecía lógico tras el éxito de sus dos primeras obras. Rulfo, naturalmente, callaba. Con los años, quizás por sortear los aburridos inconvenientes de una pregunta que llegó a ser insidiosa, o porque aprendió, como Borges, que la ironía sirve para crear una distancia con la realidad que no deseamos, contestaba, como recoge E. Vila-Matas: «Nunca, porque se murió el tío Celerino, que era el que me contaba las historias».

Artículo publicado en el número cero y último de la revista d.o.beltrónica. 2007

el vacío de Lisboa

En todas las ciudades del mundo hay un hombre sentado en la terraza de un bar comiéndose un bocadillo. Todos esos hombres llevan bigote, tienen los ojos tristes o acaban de perder a sus esposas. Cualquier visitante de cualquier ciudad del mundo puede ver a estos hombres sentados a la hora de siempre, en su sitio de siempre, masticando lo que mastican siempre. Cuando han acabado de masticar, apuran de un trago su copita de vino blanco y se entregan a reflexiones más o menos obsesivas. Y cuando la reflexión les agota porque no hallan en ella alivio a su desasosiego, combaten el desánimo con recuerdos rescatados de una vida pacientemente gris, resignada o tediosa. He estado buscando a este hombre cada día por las calles de Lisboa. Confiado al principio en la ciencia del azar, que tarde o temprano acaba por satisfacer nuestros íntimos antojos. Luego, impacientado por la larga demora del acaso, deliberadas pesquisas me han llevado de una calle a otra, de un barrio a otro, de un café  otro café. Dí en Benfica con un bar donde me habló un camarero de un cliente que se ajustaba a la descripción que le hice del hombre que buscaba. Era un habitual del café. Me señaló la silla donde por costumbre se sentaba, me habló de lo que comía, del vino que tomaba, de la pesadumbre en la que se hallaba sumido tras el fallecimiento de su mujer. Sin duda, el hombre que yo buscaba era él. Le pregunté por la hora en que solía venir. Me dijo que por la mañana, entre las diez y las once, pero hacía un par de días que no venía. Regresé algunos día mas tarde y al ver de nuevo aquella silla vacía pregunté otra vez por él. Con tristeza mal disimulada me dijo el camarero que había muerto la tarde anterior, no sabía muy bien a consecuencia de qué. Probablemente, dedujo el camarero, de saudade. La notícia de su muerte, sin conocerle, también a mí me apesadumbró. En todas las ciudades del mundo hay un hombre sentado en la terraza de un bar comiéndose un bocadillo. Hombres tristes, hombres resignados, hombres de monótono pasado que modestamente desempeñan su función en el mundo. Miré antes de irme por última vez aquella silla vacía y me marché esperanzado de que otro hombre, muy pronto, viniera a llenar el importante vacío que había sufrido la ciudad de Lisboa.

Ulises en Lisboa   2013

Notas para combatir el aislamiento. La desescalada. 2

Un amigo mío al que visito poco me transmite su estado de ánimo. Desde que le conozco, tiende a la depresión, una clase de tristeza gris y lúcida enfrentada a la realidad vista siempre como un enemigo. El confinamiento no le duele, la zona oscura que le da cobijo no es acogedora en sí, pero goza a ratos de una indolencia balsámica que teme perder cuando la desescalada marque el final de algo, aunque él no lo cree. A su modo de ver, abandonaremos nuestras casas, saldremos a la calle y veremos a la gente que queremos atados a una cuerda mental que nos costará romper, que no romperemos. Seremos el perro de nosotros mismos, un animal sometido a las estrictas normas de su amo. Veremos pasar sin poder asirlas las cosas cuyo tacto materializa la sedimentación de la memoria, perderemos ese tacto válido, el que reconoce la dimensión en la que caben los otros, olvidaremos las texturas de un vaso que no sea el nuestro, de un cojín o de un cortauñas. Ya somos censores de los actos de los demás y reprimimos con severidad los nuestros. Poco a poco, el estado de alarma irá creando una necesidad de prevención permanente ante un peligro permanente, real o ficticio. Tal estado desaparecerá cuando el ciudadano lo haya hecho suyo por completo, cuando lo haya incorporado a su propio sistema mental y al Estado le salga gratis su mantenimiento. Es el sueño de cualquier Estado. A su modo de ver y de sentir, en voz queda me lo cuenta.

Unas calles más abajo vive otro amigo al que solía visitar con más frecuencia. Es un hombre bondadoso y frágil con escaso apego a los bienes materiales. Vive con poco y aspira a vivir con menos. Me dice que el confinamiento está poniendo a prueba los límites entre los cuales acostumbra a perimetrar sus necesidades. Tiene claro que ese perímetro personal puede reducirlo al mínimo, pero duda del todo que ese estrecho espacio sea respirable si por tiempo indefinido confiscasen su libertad y el contacto con los otros. Ve en la desescalada una puerta abierta cuyo peligro se duplica al traspasarla con temor. Él no quiere sentirlo pero acaba por aceptar que los largos días de confinamiento en gran parte han secuestrado sus sensibilidades primarias. Resumiendo mucho, desea lo que teme, y entre el salir o no salir alimenta una aprensión llevadera en la vida normal convertida ahora en hipocondria. Con pena constato que este amigo mío que ha resistido solo el confinamiento impuesto por el exterior, se somete no sin dolor al suyo propio, y que se perderá, si no vence el miedo, en los desolados laberintos de su mente.

Me la encuentro después de varias semanas en su pequeña parcela arbolada, donde hay una balsa con terraza en la que está tomando el sol. Una conversación con ella siempre trae alguna incomodidad postrera, pero me entretiene y es saludable su sonrisa y su simpatía singular. Tiene sobre el virus ideas sacadas de manuales esotéricos adaptables a su naturaleza parcialmente ingenua, ideas que aplica exenta de malícia al cosmos en su totalidad. Deriva de su argumentación una suerte de escarmiento al ser humano por su temeridad endiosada. El cambio climático, por supuesto, fruto de sus agresiones al medio, pero también el exceso de consumo y el afán de poseer y acumular. El alejamiento de la espiritualidad. Nos conviene regresar a ella, dice, y el confinamiento es una oportunidad para reflexionar sobre lo que somos y cambiar sustancialmente nuestro modelo de vida. Más importante que las vacunas y los tratamiento médicos es la conciencia de sentir el universo en cada uno de nosotros y utilizar su energía regeneradora como única fuente de salud. Confinarse propicia el viaje a ese misterio original cuya recompensa es la paz interior y su gozo. La desescalada es inútil si nos devuelve antes de tiempo al mismo patrón de realidad, termina diciendo. Cuando me encuentro con ella y hablamos, todo empieza bien y parece que nos entendemos, pero al final abandono mi asiento y con la excusa de las muchas cosas que tengo que hacer, me voy. Más que nada, por la sensación de que vivimos en mundos diferentes.

Notas para combatir el aislamiento. La desescalada. 1.

Me gusta entrar en el taller sobre todo ahora que está límpio y ordenado. Comienza la desescalada. Los días de sol saco el material afuera y sobre una mesa de tochos y planchas de aluminio, trabajo. He empezado a cortar cartón y a trazar el diseño de las cubiertas de las libretas. Poco a poco. Mientras trabajas, vas pensando cosas. Sobre la mesa tengo siempre una pila de periódicos que utilizo como base para encolar el papel cortado. Coges una hoja, encolas y lo tiras. Cada vez que se encola hay que tirar la hoja del periódico. Normal, es la manera más segura de no pringar el material encuadernable. Muchos de los periódicos que utilizo son viejos, quiero decir que son ediciones antíguas, de hace cinco, seis o siete años. Si un periódico del día de ayer ya es antiguo, uno de siete u ocho años es un resto arqueológico. Trabajo con restos arqueológicos de usar y tirar. De vez en cuando, antes de encolar, leo esas relíquias de pie, parado frente a la mesa de trabajo, por la curiosidad de saber cómo era la normalidad en tiempos remotos. Y la verdad, no siento nostalgia, se parece mucho a la que tenemos ahora. A la confinada, de la que muchos no querrían salir nunca y otros no encuentran sítio en el que meterse, y a la exterior, donde los normales día a día se suceden amparados en desigualdad e intolerancias. Convertidas en papel de periódico, dentro de unos años una y otra devendrán en restos arqueológicos, pero todo seguirá con normalidad.

He ído a un pueblo vecino a comprar cola y barniz al agua. Es un establecimiento de ferretería, maderas y herramientas en general. En un patio lateral de la nave, una empleada atendía al público para evitar el acceso al interior. El servício era lento porque aplicaba con rigor las normas de seguridad. Hacía cola a unos metros de mí Amancio, a quien he reconocido por el espesor de sus cejas cayendo sobre la mascarilla. Me grita que ha venido a comprar cinta para las moscas. Esas cintas engomadas que se cuelgan de cualquier sítio donde se quedan adheridas las moscas al posarse, hasta que mueren. Cualquiera que haya visto una cinta de ésas llena de cadáveres sabe que es asquerosa. Yo las recuerdo de cuando era pequeño, pero no las había vuelto a ver nunca más, creía que eran una relìquia del pasado, un resto arqueológico. Se ve que no. La realidad que vivimos tiene un cierto parecido a esa cinta, una lámina pegajosa y única donde un día tras otro acuden a posarse nuestros obsesionados pensamientos. Tenemos pocos, casi todos iguales, y aunque poseemos la capacidad de imaginar otras realidades, acudimos en masa a colocarlos en esa, donde la libertad parece estar esperándonos. Luego resulta asqueroso ver todos esos pensamientos convertidos en cadáveres.

Leo antes de encolar una notícia en La Vanguardia del 15 del 06 del 2015 que relata la conexión con la Tierra de la sonda Rosetta, tras más de seis meses de hibernación de su módulo Philae, el primer artefacto que aterriza en un cometa. La misión tiene como objetivo viajar con el cuerpo celeste en su aproximación al sol y obtener datos con los que investigar el origen de la vida. Por haber caído en una zona oscura del pedrusco volador, Philae perdió su carga de energía y entró en coma, hasta pocos días antes de la fecha, recuperado gracias a la cercanía del sol y al efecto gravitorio constante del propio cometa. He leído más tarde que, a pesar de incidencias posteriores que temían el fracaso del proyecto, la misión finalizó con éxito en septiembre del 2016 con el suicidio programado de Rosetta, que ahora está, apagada para siempre, en una grieta del P67, el nombre científico del anfitrión estelar. Esa cinta sideral tiene ya sus dos primeros  cadáveres, y en el vientre de Rosetta, la obsesionada esperanza de que el universo azaroso proporcione alguno más: por si tal cosa sucede y tiene pintas raras quien llegue hasta allí, en el interior de la nave hay una placa de níquel con mensajes en 1000 idiomas. Satisface pensar que tal vez la esperanza dormita en su cuna de origen, donde se han encontrado moléculas de oxigeno y compuestos orgánicos precursores de proteínas. Y si en todo ello ni siquiera hubiera esperanza, al menos hay poesía. La poesía es lo último que se pierde.

Notas para combatir el aislamiento. Séptimo jueves.

Estas notas empiezan hoy su desescalada. Los gráficos personales me indican que ya puedo dejar de escribir cada día. Al princípio del estado de alarma dibujé en un papel dos columnas en paralelo. La de la izquierda contenía las manías que tengo, y, en la de la derecha, he ído apuntando las adquiridas a lo largo de estos casi cincuenta días de confinamiento. En la medida en que el confinamiento nos condiciona y nos cambia, la aparición en mi vida diaria de manías nuevas convertía en obsoletas o anacrónicas las anteriores, que he ído eliminando de acuerdo a su falta de utilidad. A día de hoy, las manías de la columna derecha superan en número a las de la izquierda, bien que por muy poco, pero la tendencia parece indicar que, en no más de dos semanas, las manías antiguas quedarán reducidas a una o dos, lo que prácticamente impedirá su reproducción. En el muy hipotético caso de un rebrote, las combatiría de nuevo día a día hasta su total eliminación. O cambiamos de verdad, o no cambiamos. Salud y gracias.

Notas para combatir el aislamiento. Séptimo miércoles.

He llamado a mi lotero de la ONCE para reservar unos cupones. Ahora está parado, con un ERTE, pero atiende a título personal un servicio por encargo de cara a futuros sorteos. Es un hombre con una deficiencia motora simple que sabe de todo, lee mucho y tiene sus ideas propias. De vez en cuando, cuando la vida era normal, le compraba algún número y me ponía al día en cuestiones de ciencia. Del coronavirus espera lo que todos, pero él un poco más porque por defecto profesional confía en la suerte. Me ha aconsejado que compre números acabados en 13, que salen baratos porque ahora nadie los quiere. A él mismo, experto en vacunas y azar, no le parece extraño que hoy más que nunca esa fe colectiva en la ciencia y la arraigada superstición en tonterias como ésa, convivan sin importunarse. Me dice con mucha sabiduría que ambas cosas se dan simultáneamente en la misma clase de personas. En realidad, es el mismo miedo lo que hace creer en las dos. Para esa gente, que somos casi todos, la ciencia está bien, pero hay que ser también supersticioso, por si acaso. Al final, lo que verdaderamente esperamos es un poco de suerte. Dice que leyó hace poco, no recuerda en qué periódico, que Alemania está haciendo muy bien las cosas con la pandemia, pero el ochenta por ciento es resultado de la suerte. Nada menos que Alemania, subraya, alzando un poco la voz. Como yo soy ateo en todo, le digo a mi lotero que me reserve trece números que acaben en 13 y uno, con uno es suficiente, que acabe en 22, el número resultante de una combinación algorítmica infalible creada por él mismo, un acierto seguro. Eso sí, le pido por favor que no junte los números baratos con el algorítmico, no sea que por la tontería de mezclarlos luego no me toque.

Notas para combatir el aislamiento. Séptimo martes.

El último en aparecer ha sido J. Es el más anciano y también el más veterano de los hortelanos. Probablemente el que más cuidados y prevención necesita, pero el que más debe de estar sufriendo el confinamiento. Venía cada mañana y hacía sus cosas y daba su paseo circunvalando las acequias. Eihhh!, me gritaba desde el borde del camino. Hablar no hablábamos mucho. Poco. Nada. Se le oye esté donde esté porque anda mal del oido y vocea para comunicarse, hable con quien hable. Es un buen hombre, a la manera de los hombres buenos. Hace muchos años, de regreso de un viaje largo, le encontré merodeando en mi terreno. Debió de sorprenderle a él más que a mí y el hombre bueno se tambaleó, a veces de la inocencia o de la falta de maldad emerge el desatino. El desatino puede ser asimilable siempre y cuando no se aleje mucho de la realidad, o de la verdad, que en este caso es el parámetro. Me dijo, con ese desenfado nervioso que tiene el hombre bueno convertido en infractor, que yo tenía mucho dinero. No sé de donde sacaría eso. Concluí que eran imaginaciones del pueblo, que cuece infundios para rellenar las horas lentas de los inviernos. No le dije nada porque cualquier respuesta valida la intención de un desafuero. Y tampoco quise darle mucha importancia, la justa, incluso me propuse esforzarme en acumular capital para demostrarle algún día la razón que tenía. Hoy creo que hay infundios que una vida opaca es capaz de generar. Nunca tolerables, pero comprensibles, si en lo esencial nuestra vida no es transparente. O cuando aún siéndolo, no sabemos comunicar nuestra falta de secretos. Cuando una u otra cosa se da, es esperable que llegue la confusión. Por razones parecidas, en la experiencia que hoy todos compartimos hay confusión. Y es comprensible, pero no es tolerable.