Desde la ventana que da a los huertos veo a un hombre que coge tomates. Es un hombre rico, posee tierras y bienes que le permiten vivir en la holgazanería. Viste siempre desastrado, con los pantalones y la camisa rota, como los dientes. Está soltero. Anda siempre de acá para allá con su viejo 4L, que usa para todo, contabilizando las tierras improductivas y las casas que se hunden. Vive de esas ruínas, de esos campos estériles vive. Nadie sabe cómo, pero de eso vive. Muchos le toman por un loco, por un chalado. Tiene cuatro perros y un gato siempre encerrados en un patio cochambroso a los que alimenta con basura. Lo saben todos, pero quien más quien menos todos le deben algo. A él o a la familia que ya no tiene. Es el último de una estirpe avara y cruel cuyo vigor, antaño extraordinario, desapareció con la última generación, a la que él pertenece. Desde aquí veo cómo coge tomates de un huerto que no es suyo y los guarda en el bolsillo, con avaricia lenta, camuflado entre las cañas frondosas. Luego hace un hato con los faldones de la camisa y los llena de hortalizas, de hierba, incluso de tierra. Cuando se alza, pesado y torpe como un perro recién apaleado y mira con desconfianza a uno y otro lado, me aparto de la ventana.
Desde la ventana que da a los huertos veo a una mujer montada en bicicleta. No sé su nombre, no sé dónde vive, no he visto nunca su rostro.Dicen los que hablan mucho que vino sola por mar, huyendo del común terror del hambre y la tirania, sin maridos, sin hijos, sin remordimientos. Lleva delante de la bici un cestillo de metal en el que transporta las flores que recoge al borde del camino, humildes galias pinzadas de color vinoso, de rancio aroma, con las que dicen los que hablan mucho que elabora ungüentos y perfumes para ganarse la vida. Los que hablan mucho también dicen que es fría y esquiva, que huye de las miradas de los hombres que la desean o la codician, o se esconde o se amuralla en su silencio legítimo de acosos inquisitivos. Es una mujer hermosa y libre, dicen. Sin cargas, sin obligaciones, sin remordimientos. Demasiado hermosa para estar sola, dicen que dicen algunos hombres que hablan mucho. Algunas tardes, cuando llega al final del camino, deja la bicicleta en el suelo y se recompone la ropa, se recoge el pelo o lo suelta y, con desafiante desenvoltura, baja por el sendero que conduce a la choza del moro. Entonces, yo me aparto de la ventana.
Desde la ventana que da a los huertos veo a un hombre salir de un coche con remolque. Es un hombre alto y ancho, de barba cuidada, paladín en otros tiempos de políticas autoritarias. De aquellas aventuras impenitentes conserva, por un lado, el genio intratable con los hombres que no secundan su criterio. Por otro, el pantalón caqui, el chaleco de maniobras, las botas de clavos duros. Es viejo y es joven, según se mire, y tiene ganada fama de irascible entre los que le quieren mal. La mayoría, hombres. Con las mujeres es galante y cortés, siempre lo fue, y a la fama de irascible le precede la de seductor, pasión que cultiva con el mismo mimo con el que cultiva su huerto. Tiene este hombre que ahora mira con rabia y desesperación sus tomates arrancados, la afición a la caza, y si hacemos caso de las crónicas del bar, un muy mal perder cuando se le escapa una pieza. El mismo mal perder que tiene si se le escapa una mujer. Con el rostro serio, inflamado de rabia, entra y sale por el entresijo de cañas mientras busca un modo de hacer justícia, porque es un hombre acostumbrado a impartirla según su gusto y determinación. Y además está esa mujer, esa furcia, en brazos de ese moro ladrón. Cuando el hombre, con la determinación que tanto le gusta, saca del coche la escopeta y dirige la vista a la bicicleta en el suelo, yo me aparto de la ventana.
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