Escrito a mano. El primer vacío.

La de tu abuelo fue para tí la primera ausencia tangible, el primer vacío. Después, cuando él murió, tú solías sentarte en el sillón que habitualmente ocupaba, bajo la ventana. El cuarto, siempre en penumbra, agradecía la escasa luz que recogía del patio, una luz gris y cenicienta sobre la que caía, a horas muy determinadas, un discreto baño de sol desde lo alto. Ocupaste el hueco que dejaba su sillón y el que dejó su cama, otra manera de heredar. Hoy confirmas que la garrota que tomaste como recuerdo y como herencia y que has olvidado y cuelga huérfana de algún puntal en la casa de tu hermana, está más viva ocupando su hueco en tu memoria. La última vez que viste a tu abuelo fue en el pueblo, una mañana de sol radiante, alto y estirado y sonriente y alegre cuando inesperadamente recibió tu visita. Se apoyaba en esa garrota y vestía como siempre vestía, con su pantalón de pana, su camisa blanca y su chaleco negro y de brillante forro con el que prematuramente soñabas también tú vestir tu vejez. Y la boina, claro. El abuelo no era nadie sin boina. La imágen es ésta, las palabras no sabes las que fueron y no importa. Importa el encuentro, que fue feliz y transmitía sentimientos de amor inconfundible. A día de hoy, tampoco aquel hueco de amor que tu abuelo dejó abierto nada ha podido otra vez llenarlo. Esa ausencia aún permanece. Es una forma de amor que cuando muere deja un vacío irregenerable y que ni siquiera otras formas de amor bastan para sustituir su influjo. Sentirse huérfano de una forma, de una forma de amor, quizás sea otra manera de llamar a la ausencia.

Escrito a mano. El soldado Gómez.

El soldado Gómez no era ni muy tonto ni muy listo. Tenía facilidad para aprender rápido y bien, tenía cabeza. Se le daban bien los números y las letras y tuvo la suerte de dar con el sargento Bravo, que le cogió cariño y le instruyó. Era raro. En África no había tiempo para instrucciones letradas ni tampoco militares. Por no hablar de cariño. Según llegaban los reclutas se les mandaba, casi con lo puesto, directamente a lineas defensivas o a regimientos de avance o contención, de acuerdo con el estado de la campaña. Pero al soldado Gómez le mandaron a una guarnición del sur, alejado de los escenarios de la batalla, como ayudante en diversas tareas de intendencia. En realidad, un perfil como el del soldado Gómez era el que más convenía al sargento Bravo. Había muchos modos de defender a la patria, y el del sargento Bravo ejemplificaba lo que otros muchos suboficiales como él y algunos mandos superiores entendían por patria: un almacén de corrupción y soborno donde el pillaje y la codicia eran emblemas de su ideal. Los muertos no importaban. Eran pobres gentes miserables del campo y la ciudad que si no era en esa guerra morirían tarde o temprano de hambre y de miseria. Se les mandaba a batallar, descalzos, con lo puesto, y si morían, ya vendrían otros muchos a sustituirles. Salían gratis. Bajo la protección de Bravo, el soldado Gómez hacía funciones de cabo furrier. No era cabo, pero hacía las funciones que al sargento Bravo le salieran de los cojones, allí el que mandaba era él. Las botas, los correajes, los pantalones y las casacas que el ejército se ahorraba con sus muertos desnudos, los apuntaba con su letra alta y derecha el soldado Gómez, los almacenaba en un contenedor de hojalata prensada y el sargento se ocupaba en su día de sacarles provecho. El capitán tenía su parte, con arreglo a su rango, pero el sargento íba poco a poco haciéndose con un capitalito, por si el día de mañana. Ojalá la guerra no acabase nunca, pero nunca se sabe, con estos políticos. Hablaba de estas cosas en voz alta, delante del soldado Gómez, porque la lealtad y el miedo del soldado Gómez las tenía compradas con los privilegios que le otorgaba y con un afecto que no dejaba de ser sincero. El soldado Gómez vestía bien, indumentarias siempre nuevas, y unas perras en el bolsillo para sus chatos de vino y permiso para escribir. Porque ahora que sabía escribir, con letra buena y clara, el soldado Gómez sacaba un extra escribiendo cartas de los compañeros. Allí nadie sabía escribir. Ni escribir ni leer. El soldado Gómez, por una perra, escribía lo que los soldados que tenían novia y familia querían que escribiese. En la cantina, alrededor de una botella de vino, se sentaba con los reclutas y escribía. Era fácil, casi todas las cartas eran iguales. La comida, la rutina militar e incluso el tedio eran los temas que junto a la añoranza y el recuerdo ocultaban el temor que corría por el interior de todos. El campo de batalla estaba alejado, pero una orden, cualquier día, en cualquier momento, podía acabar con la esperanza de no entrar nunca en combate. También ese temor era compartido por Gómez. No era un joven fuerte, ni musculoso ni aguerrido, más bien tiraba a flemático y su apariencia no lo contradecía. Sin embargo, a veces, tenía nervio. Obedecía las órdenes con prontitud y reaccionaba con iniciativas ocurrentes ante las propuestas de su sargento. También por eso le había elegido. El sargento tenía ojo. Cuando bebía es cuando el soldado Gómez mostraba sus debilidades: como todos los demás, con el vino y la baraja conjuraba las amenazas del destino. Las mujeres estaban cerca, al otro lado de la alambrada, y siempre había una oportunidad de traspasarla y frecuentar un amor de pago, porque las novias estaban lejos, y puestos en lo peor, podía ser que para siempre. A los ojos de los demás uno no era del todo hombre si alguna noche no saltaba la alambrada. Gómez también lo hacía.

Porque podía dudarse de él que fuera menos tonto o menos listo, pero no que fuera menos hombre. Y parecer un hombre también se le daba bien al soldado Gómez. Quizás más de lo que le convenía. En su pueblo, donde había dejado una novia que le quería, hacía ya mucho tiempo que no sabían de él. Meses, puede que un año o más, habían perdido la cuenta. Podía estar muerto. De esa guerra todos sabían que era difícil volver vivo. Era incluso más difícil volver muerto. Si había pasado ya mucho tiempo y nadie sabía de tí es que lo estabas, casi seguro. El pensamiento de la Dominga era ése, como podía ser el de cualquiera. De momento, el soldado Gómez no estaba muerto. Ni muerto ni desaparecido. También la guerra se estaba portando bien con él, para qué negarlo. Él no era un hombre de ideales, no valían mucho los ideales, ya había quienes los tenían y si convenía los tomaba prestados mientras le resultaran provechosos. No quería pasarse de listo, pero no era tonto. Las cosas las veía, pasaban ante él, qué otra cosa podía hacer. Los tiros quedaban lejos y él llevaba bajo órdenes las cuentas de los que caían bajo sus ráfagas. Un día, cayeron en una emboscada compañeros cuyos cuerpos serían irrecuperables. El soldado Gómez apunto los correajes, los cintos, las botas y todo lo demás y le dió la planilla al sargento Bravo, como siempre. Había muchos. Cientos. Por eso y porque el sargento Bravo quería demostrarle que le apreciaba de verdad, le dio unos buenos duros. «Salta esta noche y diviértete. Yo no sabré nada». Y eso hizo. Saltó la almbrada. En la taberna, la única que en aquel miserable arrabal asfixiado de moscas y polvo había, soldados y suboficiales de otras guarniciones menores compartían francachelas. No hacía falta que el sargento Bravo no supiera nada, todos lo sabían y todos daban por aceptable y no punible divertirse de vez en cuando. Forma parte de cualquier guerra, y de aquella más. Bastaba con no pasarse. Lo justo para que la brutalidad tuviese siempre un margen de crecimiento y expansión. El soldado Gómez daba las cartas a dos soldados más como él y a un brigada sudoroso y gordo que apestaba a licor inglés, y no barato. Sentadas a la barra, dos mujeres charlaban en medio de un corro de soldados. Reían, gesticulaban y bebían todos a morro de una botella que podía ser cualquier cosa. Las faenas se hacían arriba, en dos cuartos amugrados sobre camas o jergones acolchados con sacas de paja. O sin colchones. Sobre los muelles o sobre el suelo, poco importaba. Importaba la diversión, escapar, olvidarse de lo real. Gómez aún no había subido, la mujer por la que se dejó arrastrar por la pasión y le hizo olvidar a la Dominga estaba arriba, ocupada, y ahora esa era su mujer, no quería otra. Gómez era así, desleal y miserablemente fiel. La Dominga. Qué sabría la Dominga de lo que es una guerra. Estaba ganando y el vino le deshacía las flaquezas. Quería subir ya, pero no dependía de él. Aún no. Ese brigada de casaca desabrochada con la camiseta interior, de tirantes, llena de lamparones de licor y de vino sentado frente a él, era quien mandaba allí, aunque pocos lo supieran. Dueño del tugurio y amo de los deseos ajenos. Cuando llegaba la señal, llegaba como una orden. Y finalmente llegó. Sube, le dijo sin apremiar la voz. Gómez deslizó sobre la mesa una copia de la planilla con los últimos muertos y el brigada la ojeó. Cientos. A sus ojos enrojecidos por el alcohol se sumó el violáceo de la codicia. Ya faltaban menos. Cuando llegasen a mil, se ocuparía de denunciar la corrupta gestión de Bravo- sabía ante quién hacerlo- y echaría mano a aquel contenedor que sólo el sargento Bravo y el soldado Gómez conocían. A buen precio, el enemigo estaría dispuesto a vestir su tropa desnutrida y más desnuda que la suya. A patriota, al brigada Setién no le ganaba nadie, y al soldado Gómez, que tenía los ideales que a cada momento le convenían, tampoco. Tenía dinero y una mujer que le esperaba arriba y eso no era ni bueno ni malo, aquello era una guerra. Una mujer que pronto, ese era el trato, sería para él solo y para siempre, mientras durase la guerra. Y ojalá durase mucho, aunque nunca se sabe, con estos políticos.

el vacío de Lisboa

En todas las ciudades del mundo hay un hombre sentado en la terraza de un bar comiéndose un bocadillo. Todos esos hombres llevan bigote, tienen los ojos tristes o acaban de perder a sus esposas. Cualquier visitante de cualquier ciudad del mundo puede ver a estos hombres sentados a la hora de siempre, en su sitio de siempre, masticando lo que mastican siempre. Cuando han acabado de masticar, apuran de un trago su copita de vino blanco y se entregan a reflexiones más o menos obsesivas. Y cuando la reflexión les agota porque no hallan en ella alivio a su desasosiego, combaten el desánimo con recuerdos rescatados de una vida pacientemente gris, resignada o tediosa. He estado buscando a este hombre cada día por las calles de Lisboa. Confiado al principio en la ciencia del azar, que tarde o temprano acaba por satisfacer nuestros íntimos antojos. Luego, impacientado por la larga demora del acaso, deliberadas pesquisas me han llevado de una calle a otra, de un barrio a otro, de un café  otro café. Dí en Benfica con un bar donde me habló un camarero de un cliente que se ajustaba a la descripción que le hice del hombre que buscaba. Era un habitual del café. Me señaló la silla donde por costumbre se sentaba, me habló de lo que comía, del vino que tomaba, de la pesadumbre en la que se hallaba sumido tras el fallecimiento de su mujer. Sin duda, el hombre que yo buscaba era él. Le pregunté por la hora en que solía venir. Me dijo que por la mañana, entre las diez y las once, pero hacía un par de días que no venía. Regresé algunos día mas tarde y al ver de nuevo aquella silla vacía pregunté otra vez por él. Con tristeza mal disimulada me dijo el camarero que había muerto la tarde anterior, no sabía muy bien a consecuencia de qué. Probablemente, dedujo el camarero, de saudade. La notícia de su muerte, sin conocerle, también a mí me apesadumbró. En todas las ciudades del mundo hay un hombre sentado en la terraza de un bar comiéndose un bocadillo. Hombres tristes, hombres resignados, hombres de monótono pasado que modestamente desempeñan su función en el mundo. Miré antes de irme por última vez aquella silla vacía y me marché esperanzado de que otro hombre, muy pronto, viniera a llenar el importante vacío que había sufrido la ciudad de Lisboa.

Ulises en Lisboa   2013

Notas para combatir el aislamiento. Séptimo jueves.

Estas notas empiezan hoy su desescalada. Los gráficos personales me indican que ya puedo dejar de escribir cada día. Al princípio del estado de alarma dibujé en un papel dos columnas en paralelo. La de la izquierda contenía las manías que tengo, y, en la de la derecha, he ído apuntando las adquiridas a lo largo de estos casi cincuenta días de confinamiento. En la medida en que el confinamiento nos condiciona y nos cambia, la aparición en mi vida diaria de manías nuevas convertía en obsoletas o anacrónicas las anteriores, que he ído eliminando de acuerdo a su falta de utilidad. A día de hoy, las manías de la columna derecha superan en número a las de la izquierda, bien que por muy poco, pero la tendencia parece indicar que, en no más de dos semanas, las manías antiguas quedarán reducidas a una o dos, lo que prácticamente impedirá su reproducción. En el muy hipotético caso de un rebrote, las combatiría de nuevo día a día hasta su total eliminación. O cambiamos de verdad, o no cambiamos. Salud y gracias.

Notas para combatir el aislamiento. Séptimo miércoles.

He llamado a mi lotero de la ONCE para reservar unos cupones. Ahora está parado, con un ERTE, pero atiende a título personal un servicio por encargo de cara a futuros sorteos. Es un hombre con una deficiencia motora simple que sabe de todo, lee mucho y tiene sus ideas propias. De vez en cuando, cuando la vida era normal, le compraba algún número y me ponía al día en cuestiones de ciencia. Del coronavirus espera lo que todos, pero él un poco más porque por defecto profesional confía en la suerte. Me ha aconsejado que compre números acabados en 13, que salen baratos porque ahora nadie los quiere. A él mismo, experto en vacunas y azar, no le parece extraño que hoy más que nunca esa fe colectiva en la ciencia y la arraigada superstición en tonterias como ésa, convivan sin importunarse. Me dice con mucha sabiduría que ambas cosas se dan simultáneamente en la misma clase de personas. En realidad, es el mismo miedo lo que hace creer en las dos. Para esa gente, que somos casi todos, la ciencia está bien, pero hay que ser también supersticioso, por si acaso. Al final, lo que verdaderamente esperamos es un poco de suerte. Dice que leyó hace poco, no recuerda en qué periódico, que Alemania está haciendo muy bien las cosas con la pandemia, pero el ochenta por ciento es resultado de la suerte. Nada menos que Alemania, subraya, alzando un poco la voz. Como yo soy ateo en todo, le digo a mi lotero que me reserve trece números que acaben en 13 y uno, con uno es suficiente, que acabe en 22, el número resultante de una combinación algorítmica infalible creada por él mismo, un acierto seguro. Eso sí, le pido por favor que no junte los números baratos con el algorítmico, no sea que por la tontería de mezclarlos luego no me toque.

Notas para combatir el aislamiento. Séptimo martes.

El último en aparecer ha sido J. Es el más anciano y también el más veterano de los hortelanos. Probablemente el que más cuidados y prevención necesita, pero el que más debe de estar sufriendo el confinamiento. Venía cada mañana y hacía sus cosas y daba su paseo circunvalando las acequias. Eihhh!, me gritaba desde el borde del camino. Hablar no hablábamos mucho. Poco. Nada. Se le oye esté donde esté porque anda mal del oido y vocea para comunicarse, hable con quien hable. Es un buen hombre, a la manera de los hombres buenos. Hace muchos años, de regreso de un viaje largo, le encontré merodeando en mi terreno. Debió de sorprenderle a él más que a mí y el hombre bueno se tambaleó, a veces de la inocencia o de la falta de maldad emerge el desatino. El desatino puede ser asimilable siempre y cuando no se aleje mucho de la realidad, o de la verdad, que en este caso es el parámetro. Me dijo, con ese desenfado nervioso que tiene el hombre bueno convertido en infractor, que yo tenía mucho dinero. No sé de donde sacaría eso. Concluí que eran imaginaciones del pueblo, que cuece infundios para rellenar las horas lentas de los inviernos. No le dije nada porque cualquier respuesta valida la intención de un desafuero. Y tampoco quise darle mucha importancia, la justa, incluso me propuse esforzarme en acumular capital para demostrarle algún día la razón que tenía. Hoy creo que hay infundios que una vida opaca es capaz de generar. Nunca tolerables, pero comprensibles, si en lo esencial nuestra vida no es transparente. O cuando aún siéndolo, no sabemos comunicar nuestra falta de secretos. Cuando una u otra cosa se da, es esperable que llegue la confusión. Por razones parecidas, en la experiencia que hoy todos compartimos hay confusión. Y es comprensible, pero no es tolerable.

Notas para combatir el aislamiento. Quinto miércoles.

Abelio Antolin, un hombre en la sesentena oriundo de Extremadura, permanece encerrado en sus casa por voluntad propia desde hace más de treinta años. Dicen algunos del pueblo que guarda un esqueleto con todos sus huesos en una caja de cartón, debajo de la butaca en la que se sienta. Es un confinamiento muy particular, del que las autoridades no han podido levantar acta. Misteriosamente, cuando con orden judicial acceden a la vivienda y proceden a su inspección, los agentes encargados de la misma encuentran la casa ordenada y limpia, con aromas aún recientes a sofrito y el televisor encendido, sin volumen. De Abelio y de la caja con los huesos el minucioso registro no halla nada. Hace unos días, dos o tres semanas desde el início del confinamiento pandémico, avisó un vecino de la presencia de un hombre, cargado de espaldas y torpe en el andar, que rondaba por las afueras del pueblo de la mano de un esqueleto, a la hora más o menos de la caída del sol. Ayer, un dispositivo del cuerpo de la policia apostado en los bajos de una cuadra, le dió el alto y determinó su identificación. El paseante, hombre también mayor vecino de un pueblo próximo, poseía permiso de su consistorio para sacar la osamenta una hora al día, pero se le aplicó una multa severa por trascender los límites del municipio. Preguntado por su posible relación con Abelio Antolín, el infractor negó conocimiento alguno del susodicho, cuyo nombre oía por primera vez. La policía sospecha, aunque sin pruebas, que uno y otro hombre son el mismo.

Notas para combatir el aislamiento. quinto martes.

Cuando no se me ocurre nada sobre lo que escribir y tengo ganas de escribir, no me puedo poner a escribir lo que sea, tengo que esperar. No sentado, sería una mala costumbre, pero tengo que esperar a que mi cuerpo hable y después prestar atención a lo que dice. Digo cuerpo por llamar de alguna manera a ese conjunto que engloba la materia de la que estamos hechos y los flujos emocionales que emergen de su funcionamiento. Porque tener una idea, si llega, tampoco es suficiente. A veces sobran ideas. Por eso digo que tengo que esperar a que el cuerpo hable y prestarle mucha atención, porque esa información contiene el tono y el registro por la que esa idea, si la hay, ha de conducirse. Hay días en que las ideas que me llegan, pocas o muchas, no encajan en el estado de ánimo que me transmite, y otros en los que las ideas no parecen llegar, ni pocas ni muchas, pero viajan ocultas en el mensaje cifrado de esa transmisión. Quizás sea la poesia el género que mejor sabe detectarlas, no lo sé, y el poeta el artista capaz de darle un sentido de totalidad con justas y pocas palabras, tampoco lo sé. Sin ese talento, los días en los que no se te ocurre nada y tienes ganas de escribir, son difíciles. Pero incluso sin talento es posible que el azar, el último comodín de la inspiración, venga en tu ayuda y ponga en marcha el motor del teclado. El azar tiene, además, el poder de mezclarlo todo, cualquier cosa, un estado de ánimo con una idea incompatible con ese estado de ánimo, por ejemplo. El riesgo es mucho y el peor de los resultados puede engendrar un monstruo, creativamente hablando. Eso podría parecer Filosofía, porno y gatitos, una mezcla arriesgada de conceptos aparentemente incompatibles agrupados por el azar. El libro es un recopilatorio de los artículos escritos y publicados por Stoya para algunos medios de comunicación americanos durante los últimos años. Stoya, para quien no lo sepa, es una actriz porno estadounidense que, por lo leído, y no es un juego tonto y soso de palabras, sabe escuchar a su cuerpo. El título puede parecer caprichoso o dislocado pero el interior guarda un orden y la cabeza de Stoya sabe encontrar el perfecto equilibrio entre lo que siente y lo que quiere transmitir. Lo cogí de la biblioteca porque me interesan los gatitos, claro, pero por azar lo he abierto hoy en las páginas calientes, o sea, en las de filosofía, y al azar agradezco una vez más que venga a prestar socorro a un poeta sin talento. Estaba yo ahí esta mañana, sentado y todo, con ganas de escribir, dándole vueltas a una idea que no se definía y en un estado de ánimo que no se manifestaba. Quería expresar algo, como todos los días, un pensamiento que recogiera los peligros y enseñanzas de olvidar la experiencia que está cambiando nuestras vidas. Me rondaba algo, pero no sabía bien qué ni cómo escribirlo. Y mira tú por donde, viene el porno ilustrado y me regala lo que me faltaba para escribir un texto monstruoso producto del azar. Stoya cita a un sabio escritor de ciencia ficción para decir que lo real es todo aquello que no desaparece cuando dejas de prestarle atención. Si me dejaran hacer una aportación personal a este texto que no le debe nada a su autor, le pondría un título: peligros y enseñanzas del porno.

notas para combatir el aislamiento. quinto lunes.

Soy uno de los muchos aficionados a leer prospectos de medicamentos. Los leo, los guardo y los colecciono. Tengo muchos. Cada cierto tiempo, voy a la farmacia del pueblo y le pido a la farmacéutica mi dosis de literatura científica, prospectos, hojas informativas y hasta publicidad de productos y remedios medicinales. Pero sobre todo prospectos. Como hay muchas medicinas que por caducidad o deterioro acaban en sus manos, me guarda siempre que puede las hojitas y luego me las da. Todas las mañanas, lo primero que hago, a veces incluso antes de desayunar, es leer un prospecto. Es como si me tomara una pastilla, una defensa regular y preventiva contra el desánimo y la dejadez. Sobre todo ahora, en este tiempo de confinamiento, cuando es más necesario que nunca mantener rutinas y dinámicas mentales que eviten la corrosión y la atrofia. El orden y el equilibrio de nuestra salud mental depende mucho del mantenimiento de una disciplina. Además, en tanto que pastilla, el prospecto te relaja porque sea cual sea el fármaco al que se refiere, siempre hay un síntoma en el que te reconoces, o un efecto secundario que te señala algún pequeño malestar, porque malestares y dolorcillos los tenemos todos los días, aunque creamos estar sanos. Yo recomiendo a todos aquellos que se inicien en esta actividad intelectual abandonar miedos y aprensiones. De hecho, la lectura de prospectos tiene efectos secundarios graves en quien padece de pánico o hipocondría, y, sin duda, si no estamos preparados, estos días no son los mejores para ponerla en práctica. Es mejor esperar. Últimamente, para prevenir insomnios o saturación de sueños que impiden el descanso necesario, he comenzado a leer por la noche, antes de dormir, una antología de prospectos de somníferos que me está gustando mucho. Mi ilusión es poder escribir algún día uno, aunque sea sobre pastillas juanola, empezar por ahí, por algo sencillo, como Borges y Bioy Casares, que escribieron su primer texto conjunto sobre un yogur o un queso fresco, no me acuerdo ahora muy bien, marca propiedad de un pariente de Bioy. Luego, como todos sabemos, ambos escritores alcanzaron la cumbre literaria. Nunca se sabe lo que nos deparará el destino. Espero con impaciencia la aparición de una vacuna contra el coronavirus, como todos, para que de una vez se detenga esta expansión maléfica, pero creo que va a tardar. Mientras tanto, no sé quién me ha dicho, a lo mejor es un bulo, que si las farmacéuticas compartieran su información con laboratorios y equipos de investigación, si abrieran para su consulta las bases de datos de sus fármacos, se aceleraría la obtención de un tratamiento con el que reducir la gravedad del impacto. Pero se muestran muy remisas porque temen que unas y otras, competidoras entre sí, transformen el intercambio de información en un saqueo de la confidencialidad, lo que en el fondo es una excusa para decir que no, yo no doy nada, es todo para mí. Personalmente me duele que gente que escribe tan bien los prospectos de los medicamentos, y a la que por ello admiro, tenga ese poco de avarícia, con lo necesitado que está el mundo de solidaridad.