De lo artesano bajo los efectos del metamizol, paracetamol, diazepam, pantoprazol y tramadol.

El trabajo en el taller es por lo general gratificante. La monotonía de cortar, pegar, coser o ensamblar encierra un pausado ritmo a modo de mantra que facilita la reflexión tranquila y el curso plácido de la memoria. En la fase previa, cuando hierven las ideas y la imaginación dispara sus ambiciones, el estímulo de la creatividad procura sentimientos y emociones sobre los que el trabajo del artesano encuentra un segundo fundamento a su bienestar. Entre una fase y otra no hay pausas, las ideas no pueden esperar, no deben esperar, no saben esperar. Esperar es cosa de las herramientas. Una herramienta noble alcanza ese grado altísimo de utilidad cuando duerme en paz sobre la mesa, cuando está quieta, inerte, a la espera pertinente de su movilización. La idea la pone en movimiento, y conservar esa nobleza es entonces responsabilidad del artesano. Sobre la mesa de trabajo, el oficio establece entre una y otra un princípio de fusión, y cuando lo creado surge, el objeto encarna las virtudes y las imperfecciones de un ritual no por repetitivo, menos único, pero en sentido estricto, no original. Algo así lo es cuando el hecho creativo devuelve su resultado al origen, al caos del que es hijo. No es la prioridad de la artesanía. Al contrario, en la belleza de su funcionalidad hay un pacto permanente con el orden vivo de las cosas y de los hombres. Y así como el arte sublima la materia para hacerla menos alcanzable, la artesanía opera su transformación para convertirla en necesaria.

De la colección de Herméticamente Recto  Contacto: eladiore@yahoo.es

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El piso 81

HR no entendía el enfado de E. Entendía su posición, ese estado un tanto bipolarizado que forzaba la inclinación de su naturaleza hacia un lado o hacia otro, a la orden siempre de circunstancias externas, muchas veces no asumibles por su falta de lógica o efectividad. E seguía empeñado en subir más que nadie, elevar la plataforma por encima de las del resto, aprovechar la inercia, el impulso de un conjunto de maniobras bien gestionadas para alcanzar alturas insospechadas en el proyecto. Convertirse en el más visto, ganar terreno al horizonte, planificar sueños de conquista. HR consideró la conveniencia de establecer una tregua en sus disputas con E. El momento era delicado. El entusiasmo de E contenía una fuerza positiva, una ambición legítima, pero dejarse arrastrar por consignas de conquista o de arrogantes influencias era insensato. La fuerza, sí. El entusiasmo, también. La insensatez, no. Por no hablar del agua. La hierba en torno al edifício seguía incrementando su expansión, aseguraba su afán de permanecer. Desde arriba era una espesa mancha verde y oscura que albergaba floraciones inéditas: blancos, amarillos, púrpuras…Valía la pena conservar ese exquisito punteado de vida y color. Y subir más deprisa no garantizaba el éxito. Y llegaba el verano, y el agua escaseaba, y el calor zancadillearía la velocidad de los propósitos. Por no hablar del cansancio de los propósitos. HR no deseaba que esa confesión alterara el excelente ánimo de E. El sentido común orienta y dirige, pero el ánimo hace avanzar. Y el ánimo era ahora patrimonio de E. Urgía encontrar un punto intermedio. Seguirían subiendo, sí, como siempre, pero como siempre. O incluso más lentos. En contrapartida, HR no sabía aún qué podría ofrecer a E. El momento era delicado.

Revelaciones

Me pasaron dos cosas.

Una en Madrid, en la parte trasera de un vehículo conducido por no recuerdo quien. La radio estaba puesta, emitían un programa de poesía. El locutor recitaba fragmentos de un poema cuya música me petrificó en el asiento. Me costó trabajo abandonar el insólito estado de trance provocado por esos versos. No entendí nada, absolutamente nada, pero oyendo el poema sabía que estaba asistiendo al fundamento de una nueva religión personal. Tomé nota del libro. Lo he leído muchas veces, las mismas que me ha resultado tan impenetrable como hipnótico. Forma, ese libro, parte de mi liturgia literaria, ocupa un lugar preferente en mi altar privado. Esencialmente, estoy comprometido con su mensaje, aunque no sepa descifrarlo. No hace falta, por debajo de esas palabras y su cadencia motora serpentea una vibración divina, y eso sí lo capto. Lo capté al instante. A veces sospecho que mi verdadera exitencia comienza a patir de ese instante.

La otra pasó en Islandia, en el interior de otro vehículo, un autobús inverosimil que cruzaba ríos helados y praderas musgosas. Una voz masculina, grave y profunda, relataba en islandés fragmentos de antiguas sagas cuyos escenarios se correspondían con algunos de los que el autobús atravesaba. El sonido de aquel lenguaje, hecho de agua y piedras pulidas por las fuertes corrientes, y que tenía el eco de los despeñaderos abismales, y era claro, y hermoso, y verificable, también me hipnotizó y, sin comprenderlo, lo entendía. Y en cada árbol, cada camimo o cada fuente que el lenguaje parecía señalar visulizaba yo los hechos, tal como ocurrieron, tal como el poeta que en siglos pasados los escribió, y que el poeta era yo.

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Collage  Papel japonés sobre papel natural   Contacto:eladiore@yahoo.es

La música de la memoria

Lo de mi madre fue distinto. No vienen al caso las horas de aquel lento y doloroso trajín. El afán de todos nosotros era sostener su renuncia, vigilar sus insomnios, procurarle un alivio. Los días y las noches eran todos iguales, una tormenta de arena que nos dejaba ciegos y exhaustos. Las últimas palabras de mi madre no las recuerdo, no sé cuales fueron sus últimas palabras. Las últimas palabras no son siempre lo último que oimos, lo último que oimos es siempre lo primero que recordamos. No se me olvidarán nunca porque le negué el único alivio que verdaderamente necesitaba, las tengo todavía aquí, dentro, como una música, vigilando constantemente los insomnios que le debo, fortaleciendo la renuncia que no supe sostener. Morir en su casa. No tenía ya fuerzas para desear otra cosa que no fuese morir en su casa. Esas fueron para mí sus últimas palabras. Dicen que lo primero que olvidamos de un muerto es su voz, pero no es verdad. Yo todavía las oigo. Como una música.

El piso 72

E se alegró, se alegró mucho, al ver que la hierba circundante al edificio por el que ascendían había ensanchado considerablemente su perímetro. Por primera vez desde que empezaron a subir, sentía que su optimismo y su entusiasmo crecían en proporcionada sintonía. La visión, cada vez más próxima y numerosa de los edificios que alzaban sus arquitecturas en torno al suyo, no le amedrentaba. Más bien al contrario, ver cómo ellos también se elevaban y respondían, en su crecimiento, a estímulos compartidos, constituía para E un aliciente prácticamente inédito. Estaba feliz. HR, sin embargo, seguía pensativo. Sin duda su convicción de que había que subir, era más firme que la de E, y como él, compartía el asombro del espectacular crecimiento de la hierba tras las nevadas. Y la proliferación de edificios, y la alegría de ver que no estaban solos en aquel inmenso desierto. Subir, decía HR, había que subir, pero no a cualquier precio. Intimamente consideraba que la felicidad de E, con ser legítima, era ciega, del mismo modo que antes lo había sido su desdicha. Había mucha hierba, sí, pero también zonas donde crecían matorrales o vegetación tóxica o insustancial que tarde o temprano, si no se remediaba, acabarían invadiendo el corazón de las sanas. Y muchos de esos edificios que veían elevarse de modo más o menos simultáneo al suyo, estaban apagados o crecían a pasos de gigante alimentados por una negra sombra de insolidaridad. O al contrario, brillaban, resplandecían permanentemente, irradiaban una fortuna y un éxito que el exceso de luz no permitía considerar con objetividad. No, eso E no lo veía.

La literatura viaja en regional express

Cuando la mujer con el perrito baja del tren y se pierde en el horizonte definitivo del paso subterráneo, yo sigo con la imaginación sus pasos y la acompaño hasta el autobús urbano en que ha de subirse, bajo con ella en un barrio periférico, entro en un portal oscuro y maloliente y accedo, a su lado, a un estrecho apartamento de dos habitaciones, discretamente higiénico y decorado con gusto pobre. Imagino comidas rancias, visitas muy esporádicas, una radio encendida, una televisión apagada, una bata siempre puesta, olor a café, olor a flores marchitas, olor a perro encerrado. Sé que cuanto más imagino, más me alejo de la mujer que viajaba en el tren con un perrito, más lejos estoy de la verdad de esa vida definitivamente disuelta en un paso subterráneo. Y, sin embargo, tengo el convencimiento de haber creado, a partir del alejamiento de esa verdad, la vida de una mujer que existe, una mujer que vive en un barrio periférico, en un apartamento estrecho y oscuro de escaleras malolientes y penumbras ácidas. Una mujer madura cuya soledad comparte poco, que gasta poco dinero porque no lo tiene, que no sale de casa porque tiene pocos sítios a donde ir, que intenta reirse y no puede, que llorar también le cuesta, y que a veces también sonríe, involuntariamente, sonríe, y no sabe por qué. Una mujer que no tiene gatos pero tiene un perrito al que un día, mientras sonríe sin saber por qué, introduce en una cesta y abandona la casa y se sube con él a un tren, a cualquier tren.

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Libretas para escribir en un regional express. Contacto: eladiore@yahoo.es

Diciembre, 2016.Notas a pie de feria.(y 3)

Un conocido me ha dicho esta mañana que tiene la cabeza llena de grillos. Yo creo que la tiene llena de grilletes.

De la mujer que acaba de hablar conmigo, veinticinco años después me siguen gustando: la belleza imperfecta, la inteligencia esforzada, el carácter sin gobierno, el erotismo blindado, el hondo silencio que habita en su deseo. Por lo que se ve, no he cambiado nada en todos estos años.

No podemos evitarle ningún dolor ni aliviarle ningún sufrimiento: tiene demasiada imaginación.

Podemos seducir, día tras día, noche tras noche, y acabar agotados de la belleza de los artifícios, exhaustos y vacíos. Porque podemos seducir, pero sólo el SER enamora.

T me cuenta que su amigo L es callado, una clase de silencio próxima al atontamiento. No lo era, dice T, hasta hace dos años, cuando se separó de su mujer porque la encontró en la cama con su hermano, que ahora está liado con T, a quien ha dejado embarazada, pero L no lo sabe. Es mejor que no lo sepa, dice T, por lo menos hasta que pase Navidad. Claro.