Crónica general. La larga sombra del Ánima

La mañana del último día el aire corría un poco más fresco, pero el sol seguía brillante y el cielo limpio y azul. Cuando el viajero se levantó, en la penumbra de la cocina su hermana Esperanza estaba preparando café. Como es el único café que se toma al día, le gusta tomárselo en taza grande y muy caliente y demorarse en el placer de esos primeros instantes sin que nadie ni nada la perturbe. En la intimidad de su casa de Madrid es así, pero ahora compartirá con el viajero y con la Reme ese gusto por los placeres cotidianos alrededor de una mesa bien surtida de embutidos y quesos, tostadas y rosquillas caseras. Luego saldrán a pasear por el pueblo. La Reme, como es conocedora de todas las casas y de los nombres de sus vecinos, las enumera y relata sin cansarse ni olvidarse de nimguna de ellas a lo largo del recorrido. En eso cree ver el viajero la huella del abuelo, porque era obligación del cartero hacer memoria no sólo de los nombres de calles y plazas, también de los de sus vecinos y de los hábitos de los mismos. Será eso o será que la Reme posee una curiosidad natural casi cansina, y no para de indagar aquí o allá, preguntando, escuchando y leyendo sobre todo aquello que cae en el perímetro de sus intereses. Más bien será eso. Que no para ni quiere parar ni tiene por qué. En definitiva, que conoce todas  las casas y muchas de las cosas que pasan en ellas. También de las que están permanentemente cerradas o las que están construidas a medias o abandonadas por una u otra razón. Y hay unas cuantas. Pasa aquí lo que pasa en otros lugares del interior peninsular, que el campo se abandona y los pueblos envejecen sin que nadie ponga remedio para evitarlo. El despoblamiento rural es una muerte lenta y de oculto dolor que en algunos pueblos como éste intentan paliar con implantes en la piel. El ayuntamiento ha ido cediendo terrenos para que quienes lo deseen construyan y planifiquen un asentamiento que frene la desbandada general, pero el censo anual a la baja lo desmiente. Las casas se construyen para que el verano la plaza esté llena durante las fiestas y el único bar que hay en el pueblo no cierre. Y sin asentamientos no hay recursos y sin recursos no hay servicios y sin servicios no hay gente. Hasta una tal Karmele que goza de fama en televisión ha levantado aquí una casa que ha dejado a medias, vete tú a saber por qué. A lo mejor porque ya no queda muralla de la que coger las piedras para construirla, como hicieron en el pasado sus habitantes cuando el árabe quedó definitivamente derrotado y ya no había recinto que defender. A lo mejor porque la visitó una noche el Ánima del purgatorio en su recorrido existencial y le dió pavor la calavera que le pedía como tributo la parte que aún quedaba por construir. Aunque es difícil acogerse a esta razón porque hoy el Ánima ya no tiene tanto ánimo. El viajero ignora si esa costumbre de siglos aún mantiene su arraigo y lo tendrá que averiguar. Por lo leído, es una tradición que marca y define en mucho el carácter y la cultura de un pueblo respetuoso con la religión y temerosa de ella al mismo tiempo. Ese penitente encapirotado que en compañía de otros cofrades va de casa en casa la noche del Martes de Carnaval remite a una plástica expresionista cruzada de sombras y amenazas. El escenario es idóneo: callejuelas pedregosas, estrechas y empinadas envueltas en la más absoluta oscuridad, y silencios planetarios, profundos, puntualmente alternados con oraciones e inquietantes sonidos de pisadas sobre las piedras. Y el fulgor seco y tétrico de la calavera, que los anfitriones besaban tras los rezos en memoria de las ánimas familiares y la dádiva monetaria. Nadie negaba la entrada del Ánima en su casa, lo que indica el grado alcanzado por el temor o el miedo y la culpa como armas de presión religiosa. Con este argumento y otros que documentos históricos avalan, el enriquecimiento del clero progresaba. Por lo demás, todo estaba enmarcado en un ambiente de austeridad y recato que poco tiene que ver con la idea que tenemos de un carnaval. El origen de estas liturgias queda lejos, pero el manto de su influencia llega hasta nuestros días. El viajero, mientras contempla el olivar mandado plantar por el Ilustrado zafreño José Casado Torres, apodado el Rusiano, en las laderas del Galumbarde, se pregunta cuánto hay de aquel miedo, de aquella culpa y de aquella austeridad en ese fantasma sin aparente identidad que recorre su interior.

La nostalgia de Danilo Manso

Quienes lo han tratado, aquéllos que tienen el hábito de prodigarse en la red y establecer vínculos o divulgar notícias por el placer de virtualizar lo inane, atribuyen a Danilo Manso un concierto de manías y futilidades inseparables de su condición de poeta, de la condición que en él suponen como poeta. Amigos que ayer lo fueron y hoy ya no lo son, amigos que todavía lo son, conocidos y rastreadores de anécdotas coinciden en una sospecha: Danilo aborrecía el mes de abril. Lo temía y, al parecer, tenía sus razones, por tontas que fueran. Quizás por ello a nadie le extrañe que el fragmento siguiente lo escribiera en ese mes, en un año cualquiera, para confundir a sus inquisidores.

«Ayer me sentía seguro. Decía no, no quiero, no voy, no me apetece. Ayer estaba serenamente feliz: pensaba con orden, sentía con intensidad, respiraba con armonía. Ayer trabajé. Con método, con disciplina, con gusto. Ayer era un ser completo, una totalidad única, una criatura en paz con Dios y con el mundo. Ayer lloré, ayer reí, ayer soñé. Y dormí. Ayer dormí sin miedos, estirado plácidamente, sin arrugas, en la cálida penumbra de una noche sin pesadillas. Pero eso fue ayer. Hoy sólo soy un hombre con profunda nostalgia del día de ayer».

Escrito a mano. Vínculos

Después de aquel primer viaje hubo otros no menos difusos y menos inasibles, el mundo al que acababas de llegar se ensanchaba palmo a palmo a veces con descubrimientos veloces. La luz de los patios iba poco a poco sedimentándose en tu interior, las escaleras te llevaban a regiones altas y cuartos estrechos en los que sobre las cosas reinaba un orden modesto e imperturbable. Ese recogido silencio de cuarto de estar que en tu casa no era posible hallar lo encontrabas arriba, en el tercer piso en el que vivía tu tía Gloria. La luz de los patios y la penumbra de los cuartos amasaban la secreta esencia de una añoranza que después, en tu vida adulta, te produciría dolor no saber reconocer. Ese dolor se transformaba en goce y en misterio cuando viajas a una ciudad y a un país nuevo, al hospedarte en un humilde cuarto de una pensión, en una calle estrecha por la que entraba una espada de luz. O cuando en esa misma ciudad atravesabas en silencio plazas que recogían una tenue y delicada luz de barreño. Era tu primera visita a la ciudad, también allí llegabas por primera vez y, sin embargo, te envolvía una sensación antigua e íntima a la que no podías dar nombre ni podías con acierto señalar. Venía de fuera pero estaba ya dentro de tí, manifiesta y sin embargo irreconocible. Cuando después de unos días abandonabas aquella ciudad, se apoderaba de tí una nostalgia triste y rara, y un leve dolor que tenía también algo de dicha aparecía de nuevo. Tardaste mucho en llegar a saber que lo que entonces con pesar dejabas atrás era un sentimiento de pérdida vinculado a la luz de aquellos patios y a la penumbra de aquellos cuartos.

Escrito a mano. Vidas paralelas

Decían que éramos ocho hermanos y que podíamos haber sido más, diez u once. Que dos, gemelos, habían muerto al nacer y otro al poco. Sobre la vida que vivieron después de morir tanto mi padre como mi madre guardaron un silencio riguroso. Casi todo en nuestra casa, como en tantas otras, se silenciaba. Se mantenían ocultos episodios del pasado por temor a ser descubiertos en una falta de culpa, por miedo a la sinrazón y a la arbitrariedad que reinaba o por obligada obediencia. La obligación del pobre era comer, ni más ni menos. Así que tuve que salir yo mismo en busca de la información que no tenía. A los corrillos en las terrazas y en los rellanos, donde los vecinos intercambiaban memorias ajenas a cambio de otras que consideraban propias, con las que podías construir el mundo que te faltaba o devolverlo de nuevo a la oscuridad de los tiempos si ese mundo no te convencía. Ahí fue donde oí todo lo que tenía que saber sobre la vida de mis hermanos muertos después de muertos. Unas vidas que luego yo mismo olvidé o que he callado porque el olvido me ha hecho callar. Gemelos. Y separados de vidas separadas. El que primero murió, Julián, fue arriero y capataz de poca fortuna en los campos de ajos. Tenía de joven un genio peleón que le dio fama y popularidad y muchas enemistades. Luego, después de mandar en los ajos, le calmó el genio el amor de una mujer que no fue para toda la vida. Durante un tiempo tuvo con ella un trato y un discurso parejos, casi exactos, y parecía que la labranza y la posesión de tierras explotables pasaría a sus manos y su destino sería el de ser esposo y propietario respetado. Pero no. El amor podía ser verdadero pero él era un intruso en la saga de los poderosos. El padre de la mujer a la que se atrevió a amar sí era poseedor de ese poder legítimo y lo usó contra él, torció la voluntad provocadora de un desheredado y puso freno a sus sueños de grandeza. Dónde se había visto. Mi hermano quemó los corrales y las caballerizas de los hacendados y juró una venganza mayor que estuvo muy lejos de cumplir. Escapó de la comarca a pie, de noche, y atravesó luego la raya de la provincia oculto en un tanque de agua tirado por un tractor renqueante. Del país salió embarcándose en el Saler, sin que nadie sepa cómo, y llegó a Marsella casi muerto el mismo día en que las radios del mundo anunciaban el hundimiento de un imperio. Como no era hombre de puerto ni quería serlo, pronto abandonó Marsella y se trasladó a la campiña en Vegués, más acorde con su condición natural. Conoció de nuevo el amor y el amor le dió a conocer como hombre bueno y provechoso y afortunado. Otra vez bajo las faldas de una mujer con paraguas económico, hija de un ganadero que comenzaba a invertir fuerte en la industria del queso. Se le aceptó mejor que en su tierra de origen aunque no le concedieran prebendas con las que poder enarbolar un orgullo ajeno a su casta. Lo que se ganó lo ganó con trabajo y humildad y durante csi veinte años llevó una vida dura y dulce que era otra forma de enarbolar orgullo. Sin hijos, porque la vida no le dio hijos y los hubiera querido. Cuando, inesperedamente, murió su mujer de un derrame fulminante, la atávica costumbre de agredir contra la injusticia de algo se reencarnó en su ser. No aceptó la pérdida y arremetió contra el mismo destino por arrebatarle un modo pactado de vivir en paz. Dicen que para ello, para confraternizar el argumento de su desdicha, inventó delitos de estafa que le llenaron de pagarés los bolsillos y también de perseguidores y nuevos enemigos. Parecía que lo de huir era su sello o una marca de nacimiento porque abandonó la República Francesa, de estrangis otra vez, disfrazado de predicador negro. Se le vió luego por el Cono Sur buscando nuevas fórmulas de arraigo, todas ellas naufragadas, y cuando parecía no encontrar su fin el impuesto infringimiento de la norma, otra vez el amor, tardío, le promete bonanzas que también naufragan. Los años acumulados pesan tanto como la suma de sus frustaciones, quizás más, y deja el Cono Sur tampoco se sabe exactamente cuando ni por dónde. Lo que dicen es que, en sentido inverso, los Alisios le traen hasta Canarias, donde desaparece su rastro entre barrancos colmados de helechos.

Carpeta de sueños. (4)

Me esperan mis once hijos en el patio en formación de revista porque quieren enseñarme sus tatuajes. Al fondo, contra una espesa pared de matorrales, se amontonan cajas espachurradas de comida para avispas. El mayor, el primero de la fila, tiene un salvavidas de patito enrrollado a la cintura y la cara llena de granos. Me dice con lágrimas en los ojos que soy un mal padre que no se acuerda nunca de sus hijos. Desde el otro extremo de la fila, la más pequeña me tira un ladrillo de plástico a la cabeza mientras el resto se ríe. Mi  hermana Angelita asoma desde el interior de un contenedor y pregunta de donde ha salido toda esa chusma.

Veo a través del móvil unas montañas altas y hermosas cuyo nombre desconozco. Le digo a Fran que como él sabe de estas cosas quizás pueda acercarlas un poco más. Me dice que no puede porque tiene entreno, pero me escribe en un papel, con su cepillo de dientes, una dirección de confianza. Diles que vas de mi parte, dice, mientras hace ejercícios en la rueda giratoria de una jaula para hamsters.

Miguel y Eduard cocinan arroz en una perola grande, sobre un fogón pequeño al que Miguel zarandea con fuerza. Eduard lleva una cinta o un pañuelo alrededor de la cabeza y sonríe al verme entrar. En un rincón, sobre un suelo atestado de serrín, se amontonan huesos de jamón y cabezas enteras de vaca con la lengua fuera. Oigo la música o el ronroneo confuso de un transistor o algo similar que viene del exterior, de un jardín o de un patio. La perola está llena de burbujas grasientas y emite una música similar. Qué bonito, le digo a Miguel. Y Miguel me dice que es el último tema de Julio.

Danilo Manso, el fingidor

Danilo Manso también era un fingidor, como Pessoa: «Finge tan completamente / que hasta finge que es dolor / el dolor que en verdad siente». Muchas veces la vida de un poeta y su obra son indisolubles, y el arte de fingir se domina a todas horas, frente al papel o frente a un vaso de vino, en compañía de hombres o mujeres inventados o reales, de carne y hueso. Muchas veces, el poeta no hace diferencias entre esas dos realidades. El poeta, en cualquier caso, finge porque no conoce otra manera más noble de decir la verdad. Danilo Manso fingía, pero en la vida real era un mentiroso entrañable que no quería engañar a nadie. Era un poeta solitario e introvertido que fingía ser un hombre sociable y parlanchín. Si bebía, se entonaba, y entonces fingía ser un poeta expansivo y hasta seductor, pero en realidad era un hombre retraído y serio. Fingía seriedad y fingía campechanía, pero en realidad era zurdo y fingía escribir con la derecha. Para muchos, lo mejor de la obra de Danilo Manso está en los poemas que escribió con la izquierda, su mano de verdad. Yo discrepo, pero no soy un experto en Danilo Manso. A mi parecer, el texto que adjunto a continuación está escrito con la mano derecha, y debería ser bueno, pero Danilo Manso fingió escribirlo con la mano izquierda, su mano buena, y eso le quita la razón a sus defensores. En todo caso, a la vista está que el fingimiento lo borda:

Hoy estoy nervioso, será porque es martes y trece. Nervioso, como si una primavera no deseada me hubiera pillado a traición pintando una rosa de plástico. O porque veré esta noche a mis amigos y me contarán cosas de Berlìn y me hablarán de lechugas y tomates eléctricos y de círculos de tierra inundados de periferias. O porque he visto a una mujer que escondía su belleza en las páginas de un libro y he sido seducido por su sombra. O porque no puedo desprenderme tanto como quisiera de los avances de la vulgaridad, o porque no puedo llorar tanto como quisiera por aquello que no pude retener, o porque no puedo reir sin herirme de los fantasmas de un cierto amor. O porque ha hecho calor y ahora no, o porque no llueve y ojalá lloviera, o porque hace frío y yo siempre tengo frío, o porque yo siempre tengo frío…

Veintisiete

Lo que otorgaba cierta familiaridad al viejo Street no era sólo su calculada penumbra. La hora en que yo entraba en él la propiciaba tanto como su escasa luz o su decoración y su mobiliario, cercano y doméstico, a medio camino entre ikea y un vestibulito de burdel. La barra estrechaba el espacio que conducía a un fondo algo más elevado, pero también reducido, donde había unos dardos y alguna cosa más. Para tomar mi cerveza yo elegía esa hora de clientela sosegada y poco numerosa en la que los hombres beben en silencio y las mujeres, o ya se han ído o ya no vendrán. Entraba, me sentaba en un taburete y Tais, después de servirme la cerveza, volvía a su parchis. Su compañera de juego era su hermana, una mujer de veintipocos años, delgada y con moderados sueños de modelo. Además de la sangre, a las dos las hermanaba la simpatía y la naturalidad. Mi silencio les caía bien. Yo, con mi cerveza y mis periódicos, me sentaba cerca de ellas para sentir mejor ese calor familiar, sin molestar. Me gustaba escuchar el sonido de los dados sobre el tablero y el batir de esa pequeña coctelera donde se gestionaba el azar. Y espiar sus rostros, con eficaz disimulo, para encontrar en ellos la vieja paz del hogar. La impresión de aquel cuadro era la de dos mujeres viviendo un instante tan cotidiano como feliz, un cuadro reconfortante para un corazón solitario. Snif. Luego supieron más de mí, yo también tengo mi simpatía.Vinieron a mi tienda, me compraron cosas, agregué sus nombres a mi cartera de clientes, se ensanchó nuestro círculo de relación. En definitiva, perdí el anonimato, pero yo seguía sin olvidar lo que tenía que olvidar. Luego el Street cambió de local y pasó todo lo demás.

La visita de Lina esta mañana, después de tanto tiempo, me trae de nuevo el recuerdo del Street. También aquello es recuerdo que hoy renace, porque Lina sigue presente, aún. Y el Street, con ella, también era otro. Me alegra mucho volver a verla. Lo que nunca sabré es de donde viene su fuerza, desde donde emana su belleza, en qué centro se origina el poder que domina mis sentimientos. El caso es que ese poder lo prejuzgo fatal, y me inhibo. En fin, el Street… que algo acabe indica no sólo que una época termina, también que contamos con un nuevo pasado. A la postre, todo acaba por perderse. Pero no hay memoria sin pérdida.

Veintiséis

Al princípio, poco tiempo después de abrir la tienda, de vez en cuando entraba en el Street a tomarme una cerveza. Hace ya tiempo que no voy. Me gustaba ir porque era otro de esos sítios en los que, a mi modo, disfruto de los privilegios que concede el anonimato. Me tomaba una cerveza, escuchaba música aceptable y leía algún periódico deportivo. Los periódicos deportivos son la mejor anestesia, el mejor sedante cuando uno tiene entre manos alguna cosa que olvidar, y yo tenía una. El Street era un local estrecho y con poca luz atendido por una camarera brasileña joven y simpática. Se llamaba, se llama, Tais. Hablaba poco con ella, yo iba a mis periódicos. Poco tiempo después, el bar cambió su emplazamiento. El local era mucho más grande, tenía más estilo, una estética aprovechada en parte de lo que antes también había sido un bar. Era mejor. Seguí yendo, pero ya no encontraba la intimidad casi familiar a la que me tenía acostumbrado el anterior. Fuí espaciando mis visitas. En parte, también, por algunas manías mías que no justifican razonablemente una decisión. Por eso son manías. El dueño me caía bien, tenía un modo de vestir a medio camino entre el macarra y el dandy que le concedía cierta personalidad. A través de Tais supo que tenía una tienda y una tarde me hizo una visita. Tenía también un negocio de condones en Olot, de donde procedía, y otro en la calle Santa Teresa, muy cerca de mi tienda. Él me confesó que le íba bien, pero estaba sorprendido de que un negocio así funcionara en una ciudad como T. No sé por qué. En todas partes se folla, le dije, aunque sea con la luz apagada. O a lo mejor no, no sé. El caso es que se interesó por unas lámparas en forma de maniquíes y prometió regresar, pero no volvió más. Dijo que lo consultaría con su mujer, pero no volvió más. Y aquí está la manía. Su mujer. Alta, delgada, de pelo y piel agitanados, nunca me cayó bien. Me daba la impresión de ser una de esas mujeres que cada mañana preguntan al espejo quién es la más bella, la más grande, la más sabia…la más mala…Esta mañana Tais ha visitado mi tienda y me ha dejado un curriculum. Como no pagaban el alquiler desde hacía meses, el Street ha cerrado por desahucio y Tais se ha quedado en la calle. Sin paro, porque no estaba asegurada y tampoco lo sabía. Lo que son las manías.