Escrito a mano. Ausencias.

Visito con interés una exposición colectiva sobre la ausencia. Uno de los siete artistas seleccionados es amigo mío, y su obra construye los silencios y las melancolías que sobre nuestra memoria deposita el viaje. En este caso, un viaje a Marruecos en el que yo estaba ausente. Estuve en otros, pero en este no. El artista evoca la nostalgia de la experiencia a través de materiales diversos, poéticos y audiovisuales, una maleta que contiene una cámara, unas cintas y una lamparita, un video que recoge escenas del viaje y un espacio circular hecho de arena sobre el que ha depositado una tetera y unos vasos de barro sin cocer. Contemplando esa instalación, deduzco que la ausencia es un plano de simetrías. En un lado están el espacio y el tiempo, que contiene todas las ausencias posibles, y en el otro el ausentado, que a su vez retiene las ausencias de los que están al otro lado. Como ausente, la instalación me permite sentir profunda nostalgia de aquel viaje que no hice. La conclusión admite que la ausencia es siempre permanente, y que vamos construyendo la vida con la engañosa idea de hacer desaparecer el vacío que deja lo que transcurre. Un imposible, por tanto. Cuanto más llenamos, más vacío creamos. Perdido en esas reflexiones un tanto inútiles, el itinerario de la exposición recupera ausencias que como fantasmas o sombras vagan por el territorio íntimo de mi memoria personal. En el catálogo de presentación, Esther Lozano escribe que «del mismo modo que los silencios comunican, las ausencias hablan. Las cenizas de un incendio recuerdan el fuego…la ausencia no es sólo muerte, es silencio, es lejanía, es vacío, es soledad, es quietud…». Y escribir, añado yo, es un modo de recuperar y retener mediante el recuerdo y la imaginación la vida ausente. La literatura otorga presencia. O, dicho de un modo pretencioso, la literatura rehace la vida. Y la fija, detiene el ciclo continuado del vacío.

Escrito a mano. El primer vacío.

La de tu abuelo fue para tí la primera ausencia tangible, el primer vacío. Después, cuando él murió, tú solías sentarte en el sillón que habitualmente ocupaba, bajo la ventana. El cuarto, siempre en penumbra, agradecía la escasa luz que recogía del patio, una luz gris y cenicienta sobre la que caía, a horas muy determinadas, un discreto baño de sol desde lo alto. Ocupaste el hueco que dejaba su sillón y el que dejó su cama, otra manera de heredar. Hoy confirmas que la garrota que tomaste como recuerdo y como herencia y que has olvidado y cuelga huérfana de algún puntal en la casa de tu hermana, está más viva ocupando su hueco en tu memoria. La última vez que viste a tu abuelo fue en el pueblo, una mañana de sol radiante, alto y estirado y sonriente y alegre cuando inesperadamente recibió tu visita. Se apoyaba en esa garrota y vestía como siempre vestía, con su pantalón de pana, su camisa blanca y su chaleco negro y de brillante forro con el que prematuramente soñabas también tú vestir tu vejez. Y la boina, claro. El abuelo no era nadie sin boina. La imágen es ésta, las palabras no sabes las que fueron y no importa. Importa el encuentro, que fue feliz y transmitía sentimientos de amor inconfundible. A día de hoy, tampoco aquel hueco de amor que tu abuelo dejó abierto nada ha podido otra vez llenarlo. Esa ausencia aún permanece. Es una forma de amor que cuando muere deja un vacío irregenerable y que ni siquiera otras formas de amor bastan para sustituir su influjo. Sentirse huérfano de una forma, de una forma de amor, quizás sea otra manera de llamar a la ausencia.

Escrito a mano. El soldado Gómez.

El soldado Gómez no era ni muy tonto ni muy listo. Tenía facilidad para aprender rápido y bien, tenía cabeza. Se le daban bien los números y las letras y tuvo la suerte de dar con el sargento Bravo, que le cogió cariño y le instruyó. Era raro. En África no había tiempo para instrucciones letradas ni tampoco militares. Por no hablar de cariño. Según llegaban los reclutas se les mandaba, casi con lo puesto, directamente a lineas defensivas o a regimientos de avance o contención, de acuerdo con el estado de la campaña. Pero al soldado Gómez le mandaron a una guarnición del sur, alejado de los escenarios de la batalla, como ayudante en diversas tareas de intendencia. En realidad, un perfil como el del soldado Gómez era el que más convenía al sargento Bravo. Había muchos modos de defender a la patria, y el del sargento Bravo ejemplificaba lo que otros muchos suboficiales como él y algunos mandos superiores entendían por patria: un almacén de corrupción y soborno donde el pillaje y la codicia eran emblemas de su ideal. Los muertos no importaban. Eran pobres gentes miserables del campo y la ciudad que si no era en esa guerra morirían tarde o temprano de hambre y de miseria. Se les mandaba a batallar, descalzos, con lo puesto, y si morían, ya vendrían otros muchos a sustituirles. Salían gratis. Bajo la protección de Bravo, el soldado Gómez hacía funciones de cabo furrier. No era cabo, pero hacía las funciones que al sargento Bravo le salieran de los cojones, allí el que mandaba era él. Las botas, los correajes, los pantalones y las casacas que el ejército se ahorraba con sus muertos desnudos, los apuntaba con su letra alta y derecha el soldado Gómez, los almacenaba en un contenedor de hojalata prensada y el sargento se ocupaba en su día de sacarles provecho. El capitán tenía su parte, con arreglo a su rango, pero el sargento íba poco a poco haciéndose con un capitalito, por si el día de mañana. Ojalá la guerra no acabase nunca, pero nunca se sabe, con estos políticos. Hablaba de estas cosas en voz alta, delante del soldado Gómez, porque la lealtad y el miedo del soldado Gómez las tenía compradas con los privilegios que le otorgaba y con un afecto que no dejaba de ser sincero. El soldado Gómez vestía bien, indumentarias siempre nuevas, y unas perras en el bolsillo para sus chatos de vino y permiso para escribir. Porque ahora que sabía escribir, con letra buena y clara, el soldado Gómez sacaba un extra escribiendo cartas de los compañeros. Allí nadie sabía escribir. Ni escribir ni leer. El soldado Gómez, por una perra, escribía lo que los soldados que tenían novia y familia querían que escribiese. En la cantina, alrededor de una botella de vino, se sentaba con los reclutas y escribía. Era fácil, casi todas las cartas eran iguales. La comida, la rutina militar e incluso el tedio eran los temas que junto a la añoranza y el recuerdo ocultaban el temor que corría por el interior de todos. El campo de batalla estaba alejado, pero una orden, cualquier día, en cualquier momento, podía acabar con la esperanza de no entrar nunca en combate. También ese temor era compartido por Gómez. No era un joven fuerte, ni musculoso ni aguerrido, más bien tiraba a flemático y su apariencia no lo contradecía. Sin embargo, a veces, tenía nervio. Obedecía las órdenes con prontitud y reaccionaba con iniciativas ocurrentes ante las propuestas de su sargento. También por eso le había elegido. El sargento tenía ojo. Cuando bebía es cuando el soldado Gómez mostraba sus debilidades: como todos los demás, con el vino y la baraja conjuraba las amenazas del destino. Las mujeres estaban cerca, al otro lado de la alambrada, y siempre había una oportunidad de traspasarla y frecuentar un amor de pago, porque las novias estaban lejos, y puestos en lo peor, podía ser que para siempre. A los ojos de los demás uno no era del todo hombre si alguna noche no saltaba la alambrada. Gómez también lo hacía.

Porque podía dudarse de él que fuera menos tonto o menos listo, pero no que fuera menos hombre. Y parecer un hombre también se le daba bien al soldado Gómez. Quizás más de lo que le convenía. En su pueblo, donde había dejado una novia que le quería, hacía ya mucho tiempo que no sabían de él. Meses, puede que un año o más, habían perdido la cuenta. Podía estar muerto. De esa guerra todos sabían que era difícil volver vivo. Era incluso más difícil volver muerto. Si había pasado ya mucho tiempo y nadie sabía de tí es que lo estabas, casi seguro. El pensamiento de la Dominga era ése, como podía ser el de cualquiera. De momento, el soldado Gómez no estaba muerto. Ni muerto ni desaparecido. También la guerra se estaba portando bien con él, para qué negarlo. Él no era un hombre de ideales, no valían mucho los ideales, ya había quienes los tenían y si convenía los tomaba prestados mientras le resultaran provechosos. No quería pasarse de listo, pero no era tonto. Las cosas las veía, pasaban ante él, qué otra cosa podía hacer. Los tiros quedaban lejos y él llevaba bajo órdenes las cuentas de los que caían bajo sus ráfagas. Un día, cayeron en una emboscada compañeros cuyos cuerpos serían irrecuperables. El soldado Gómez apunto los correajes, los cintos, las botas y todo lo demás y le dió la planilla al sargento Bravo, como siempre. Había muchos. Cientos. Por eso y porque el sargento Bravo quería demostrarle que le apreciaba de verdad, le dio unos buenos duros. «Salta esta noche y diviértete. Yo no sabré nada». Y eso hizo. Saltó la almbrada. En la taberna, la única que en aquel miserable arrabal asfixiado de moscas y polvo había, soldados y suboficiales de otras guarniciones menores compartían francachelas. No hacía falta que el sargento Bravo no supiera nada, todos lo sabían y todos daban por aceptable y no punible divertirse de vez en cuando. Forma parte de cualquier guerra, y de aquella más. Bastaba con no pasarse. Lo justo para que la brutalidad tuviese siempre un margen de crecimiento y expansión. El soldado Gómez daba las cartas a dos soldados más como él y a un brigada sudoroso y gordo que apestaba a licor inglés, y no barato. Sentadas a la barra, dos mujeres charlaban en medio de un corro de soldados. Reían, gesticulaban y bebían todos a morro de una botella que podía ser cualquier cosa. Las faenas se hacían arriba, en dos cuartos amugrados sobre camas o jergones acolchados con sacas de paja. O sin colchones. Sobre los muelles o sobre el suelo, poco importaba. Importaba la diversión, escapar, olvidarse de lo real. Gómez aún no había subido, la mujer por la que se dejó arrastrar por la pasión y le hizo olvidar a la Dominga estaba arriba, ocupada, y ahora esa era su mujer, no quería otra. Gómez era así, desleal y miserablemente fiel. La Dominga. Qué sabría la Dominga de lo que es una guerra. Estaba ganando y el vino le deshacía las flaquezas. Quería subir ya, pero no dependía de él. Aún no. Ese brigada de casaca desabrochada con la camiseta interior, de tirantes, llena de lamparones de licor y de vino sentado frente a él, era quien mandaba allí, aunque pocos lo supieran. Dueño del tugurio y amo de los deseos ajenos. Cuando llegaba la señal, llegaba como una orden. Y finalmente llegó. Sube, le dijo sin apremiar la voz. Gómez deslizó sobre la mesa una copia de la planilla con los últimos muertos y el brigada la ojeó. Cientos. A sus ojos enrojecidos por el alcohol se sumó el violáceo de la codicia. Ya faltaban menos. Cuando llegasen a mil, se ocuparía de denunciar la corrupta gestión de Bravo- sabía ante quién hacerlo- y echaría mano a aquel contenedor que sólo el sargento Bravo y el soldado Gómez conocían. A buen precio, el enemigo estaría dispuesto a vestir su tropa desnutrida y más desnuda que la suya. A patriota, al brigada Setién no le ganaba nadie, y al soldado Gómez, que tenía los ideales que a cada momento le convenían, tampoco. Tenía dinero y una mujer que le esperaba arriba y eso no era ni bueno ni malo, aquello era una guerra. Una mujer que pronto, ese era el trato, sería para él solo y para siempre, mientras durase la guerra. Y ojalá durase mucho, aunque nunca se sabe, con estos políticos.

Coda

No ahí, ni entre las piedras, ni entre esos matojos de hierba supurantes en la roca, ni en las sombras áridas y circulares del molino. Ni en el agua embalsada en la ciénaga ni en los cestos rebosantes de frutas maduras. En el cielo o allá en lo alto entre aquellos peñascos en los que las aves del dolor anidan, tampoco. En el horizonte de mortecina luz o en el otro, en el resplandor o en la ceguera no, ahí no, y en el otro tampoco. No dentro de la tempestad que atormenta el silencio. Ni en el silencio mismo ni en la música que suena entre lo que no suena. Ni entre lo que más suena, en esas faldas de lino en cuyos bolsillos aún duermen las tijeras que al despertar serán guadañas. En la tinaja secreta en el oscuro rincón secreto, en la hogaza de pan con el trapo cubierta, en los ajos en el almirez o en los armarios ya desnudos de tiempo y colmados de melancolía, no. En esos suelos duros de piedra traída en noches frías, tampoco. Ponte en el lugar del humo.

El almirez

El viajero no puede contradecir los hechos. La pequeña Reme se subió al autobús de línea en Saelices y viajó a a Madrid con el resto de la familia. El viajero no puede alterar el pasado a su gusto, no puede cambiar acontecimientos, ni fechas, ni decir cosas que no fueron en lugar de aquello que sucedió. Los testimonios se escuchan, se cotejan y se respetan. Con la ayuda del tío Ángel, el padre cargó días antes un camión con todos los enseres que eran propiedad de la familia y efectuó la mudanza. La mudanza sería irreversible, el éxodo culminó con exito. Con el paso de los años, la familia extendió sus  ramas por el páramo suburbial de la capital y consolidó su asentamiento. Eso es un hecho. El pueblo, con todo su pasado de extremas carencias, por fortuna, quedó atrás. Al viajero, sin embargo, le gusta imaginar a la pequeña Reme subida al remolque del camión, entre muebles, baúles y cajas y bolsas llenas de ropa y utensilios. La imágen de la pequeña Reme esperando la llegada del coche de línea también le gusta, porque hay ternura e incertidumbre, y alegría y esperanza y la nerviosa inquietud que provoca en una niña de doce años el desconocido porvenir. Le gusta mucho, pero el viajero necesita que la pequeña Reme viaje en el remolque del camión, debajo de una mesa camilla con la parte inferior de sus patas labradas, y que el destartalado y largo viaje por carreteraas precarias lo entretenga canturreando mientras hace sonar un almirez. El almirez es de bronce, no muy grande, su tacto es muy suave y tiene un brillo dorado mate que le hace parecer oro de verdad. La pequeña Reme, durante el trayecto, canta y saca del almirez sonidos que acompañan sus cantos, una música cristalina perlada de notas limpias y claras que suena también a monedas bailando la danza de la riqueza. La música del almirez puebla de sueños fecundos el trayecto hasta Madrid de la pequeña Reme. Ella no piensa entonces que generaciones anteriores a la suya lo usaron para machacar ajos y especias, como lo hace su madre ahora e incluso alguna vez ella misma. No coloca el objeto en el plano o la dimensión que el viajero le quiere otorgar, el plano de la memoria y la dimensión mítica de los hechos. Para la pequeña Reme, es un instrumento de su presente y lo usa para convocar la alegría que siente y disipar la incertidumbre que le acecha. La pequeña Reme canta y sueña y acaba por dormirse sobre el entarimado de madera del camión, bajo una mesa camilla de patas labradas, envuelta entre trapos y mantas y bolsas y cajas con ropa y utensílios. Para la imaginación del viajero, que la pequeña Reme viaje, cante, duerma y sueñe en la caja de un camión que la conduce a un futuro incierto, pero así mismo esperanzador, constituye también un hecho. En el plano de lo simbólico y lo mítico, un objeto arrastrado a lo largo de años por la corriente de lo cotidiano contiene por igual todos los hechos y todas las historias, las reales y las que no lo son, y todas conforman el mapa verdadero de una trayectoria colectiva. Por eso el viajero, cuando ve el almirez en la casa rural de el Mirador del Vallejuelo, se siente menos extraño y menos extranjero, porque el almirez, que ha vuelto, como él, al mismo lugar del que ambos un día salieron, contiene también una historia fundacional, el relato de los hechos que identifican su raíz, el início de su periplo.

Crónica negra. La confesión. 3

Por eso digo que no fue el Damián, porque el Damián tuvo la idea enseguida, como él era, que era muy rápido en pensar lo que había que hacer. Pero el que entró en la casa fui yo, yo fui el que dió la patada en el ventanuco que gracias a que el viento empezó a arreciar aún más yo creo que fue por eso que no se oyó ná. Entré y a oscuras fuí tentando y toqueteando en el colchón por debajo y mira, muchas veces pasa que no das con lo que buscas aunque tengas toda la luz del día a tu favor pero otras, no sé por qué, tiene que ser la suerte, encuentras lo que quieres a la primera, y me dio un poco hasta la risa pensando que la maldad me daba un premio cuando tuve entre las manos aquel paquetón de billetes envueltos en un cacho papel marrón y áspero, como de tela de saco, que era lo que era. No lo conté ni lo ví cuánto había, pero yo creía que allí tenía que haber muchos jornales y muchos giros amontonaos, y hasta los recibos justificantes pensé que tenía que haber porque aquello hacía mucho bulto. Pero para salir salí por la puerta del corral, que estaba atrancá con un trozo grande de madera y me salté para la banda de un sendero de roca. Debió ser allí en un montículo que sobresalía por encima de otro corral que me debieron ver desde abajo, desde alguna casa a la contraluz de alguna estrella, digo yo, porque a esa hora todo eran sombras. Me verían pero luego se dijo y eso se creyó ya siempre, que era el Damián, porque teníamos ese parecido, y en la oscuridad más, y quedó la cosa siempre así, en esa sospecha, porque quién íba a ser si no. Así que desde la senda me fuí andando hasta coger el trozo de camino que va al cementerio, donde había quedao con el Damián para repartir, por la parte de la valla que da al molino. Y en cuanto me vió y antes de ver ni saber ná ya estaba diciendo que a él le tenía que tocar más porque a él se le había ocurrío y eso era lo que más valía. Entonces no sé que me pasó, que si sería porque llevaba el paquete pegao contra el pecho, por debajo de la camisa y muy ajustao que me tocaba casi el corazón que me entró un deseo que nunca me había entrao y le dije que no había encontrao ná, y que me tuve que salir corriendo por el corral porque oí que alguien entraba por el comedor. Yo ya me imaginaba que el Damián, como no es tonto, y de siempre me conocía muy bien como yo a él, no sería de creérselo. Y eso pasó, que me dijo empujándome contra la valla que me iba a mirar para ver si eso era verdad. No le dejé y yo también le empujé. Yo entonces y si hay Dios bien lo tiene que saber no tenía ná pensao en la cabeza, pero el Damián me empujó y yo le empujé otra vez y él al irse para atrás se torcería en una de las tantas piedras que había y cayó para atrás y la cabeza le chocó contra un saliente de roca. Muchas veces he pensao luego, porque he tenío tiempo pa pensarlo, de dónde me salió a mí aquella maldad tan mala, que debía creo yo tenerla muy adentro pa no verla como no la ví entonces. El caso es que viendo caído al Damián y ya herido cogí un peñasco de peso que había a un costao, y con todas las fuerzas que tenía que en ese momento eran muchas, otra cosa igual, le aplasté la cabeza como si fuera un melón. Cómo estaría tan fuera de mi control que todavía quería buscar otra piedra más gorda y estrellársela contra la cabeza otra vez. No era ansia tampoco de matar por matar, no sé cómo decirlo, fue una cosa que me salió que parecía que hasta no estaba siendo yo el que hacía aquello. En ese momento estaba como nublao, no sé, el caso es que ya la cabeza iba tan rápido que luego, esto también lo he pensao mucho después, yo creo que era así de rápido como íba muchas veces la cabeza del Damián, y que hasta en eso teníamos también la traza de ser hermanos. Así que me cargué con su cuerpo y como había en el cementerio muchas tumbas viejas sobre la tierra que a saber de quién serían ya aquellos huesos, sin cruces y sin señales ni ná, con una azada vieja que había apoyada en la valla de piedra, junto a la puerta, fui quitando la tierra de una y allí lo enterré. No recuerdo ahora muy bien si entonces emˋpezó también a llover, creo que sí, me parece que dije mejor, si llueve mejor, y me eché a andar por el monte sin un remordimiento ninguno y como si fuese al revés, como si por lo que había hecho me hubiese yo ganado un perdón, como cuando te sacas una china de la alpargata y sientes al final un gran alivio.

Crónica negra. La confesión. 2

Pero lo otro que pasó no fue el Damián. Fue cuando teníamos los dos unas noviejas de un pueblo cercano que eran hermanas y que si encontrábamos a a alguien que nos llevase en su carro o en su remolque íbamos a verlas. O muchas veces andando si nos pillaba cerca cuando estábamos con el ganado. Entonces ya éramos hombres, pero el Damián y yo seguíamos haciendo jornales con las cosas del campo que salieran, y como no teníamos familia hecha, el poco dinero que ganábamos nos lo gastábamos en lo que más nos gustaba, que eran las cartas y lo otro. Digo por eso lo de las noviejas, que eran hermanas y nos entendíamos muy bien con ellas, pero cobraban. Fue un día que no se me olvidará por lo frío y escarchado que estaba el campo a aquella hora tan de mañana. Me lo dijo el Damián, que había estado jugando a las cartas con el gallego, el rubio y el abuelo Cosme en la tabernilla del lagar, la vieja. Esos y nosotros pasábamos muchos ratos sentaos a la mesa con las cartas cuando era invierno, pegaos al fuego de leña que hacía el rubio en un rincón con piedras recalentás, pero esa tarde yo no estaba, no sé qué estaría haciendo. El caso es que el Damián le oyó decir al abuelo Cosme que el Julián, su yerno que estaba en Madrid en la construcción, mandaba tos los meses un giro con los dineros de los jornales a su mujer, que hacía bien poco que había parido, el cuarto creo que era, el cuarto o el quinto, eran muchos y más que fueron, entonces todos muy pequeños porque venían todos unos detrás de otros. Y que su mujer se había ido con el recién nacido a Madrid para no sé qué de unos papeles y visitar de paso a un familiar. El Damián cuando tenía esas ideas a mí me daba un poco de miedo porque ya otras veces, con poca cosa, porque era poco si robábamos en Villares o en Saelices unas perras de algún canastillo en los poyos de la venta, mientras la gente esperaba el autobús, a mí se me hacía de mal, pero luego con los dineros en el bolsillo, que siempre eran menos que los que se quedaba el Damián, se me olvidaba, y más cuando ya nos metíamos en la taberna y con el vino todas las cosas se dejan perdonar. Así que me lo dijo y me dijo que él no podía ser el que entrara en la casa porque era un medio pariente y era mejor que quien entrara fuera yo, que de mí iba a ser difícil que pudieran sospechar y que tenía que haber allí un buen dinero, me dijo. Era fácil, decía el Damián, porque había un ventanuco a ras del suelo en la calle para poderse colar que daba a la habitación del matrimonio, y allí entre las mantas o en el colchón o en el baúl tenía que estar el dinero. No era nada más que entrar y rebuscar y cogerlo porque sabía él que a esas horas las criaturas estarían con la más mayor en la otra casa por encima del corral, con la Sabina. Era también eso, que el Damián sabía convencerme o que yo no sabía nunca decirle que no y echarme atrás, por no acobardarme ni ser menos que él. Así que esa misma noche fue, más bien de atardecío, pero ya no se veía ná, y a esas horas con el frío y el viento que se levantó no quedaba en la calle ni la mismísima Ánima del purgatorio, las calles estaban más vacías y más quietas que las risqueras del cerro en una fría madrugá.

crónica negra. la confesión. 1

No, no fue el Damián, lo que pasa que el Damián y yo teníamos muchas cosas igual, nos parecíamos mucho, en el parecido mismo y en otras cosas peores. En el juego por ejemplo, y en lo de las mujeres. Nos gustaban a los dos, pero a mí casi más que a él, no sé de dónde nos venía pero siendo que teníamos la misma edad y que nos criamos juntos bastaba con que uno de los dos tuviera gusto de algo para que el otro ya lo tuviera también. Ya desde chicos nos gustaba mucho el gamberreo. No es que hiciéramos ná, porque aquí en el pueblo de conocernos nos conocíamos tós, es un pueblo mu chico, y poco podías hacer sin que en poco se enterara nadie, pero trastadas hacíamos todos los días y algunos bien grandes si nos alejábamos un poco, a otras pedanías y a otras majadas cuando llevábamos las cabras o las ovejas del tío Justo. Entonces sí nos despachábamos a gusto. Brutalidades de críos que eran eso, pero algunas muy malas, y el Damián en eso si que era peor que yo. Bueno, en eso y en todo, el Damián de to aprendía enseguida muy rápido, listo sí que era, pero tenía ya desde pequeño y mira si lo conocí bien, porque lo conocí bien, unas ganas siempre de ser más que muchas veces me emtraban ganas de no ir más con él. To lo repartíamos siempre, y ya cuando crecimos y con los pocos dineros que íbamos juntando y nos los gastábamos en vino y en cosas de hombres, ya entonces ya él seguía igual, como si fuese él más que yo. Que sí que nos entendíamos y nos arreglábamos en muchas cosas como si fuéramos hermanos, igual que hermanos, si hasta creo, porque nos llevábamos días, ná, poco, si hasta creo que mi madre le daba de mamar a él la leche que le sobraba, bueno, pues no, él tenía que quedarse si no siempre casi siempre con más o con lo mejor, como si fuera una revancha conmigo por haberle dejao de mamar sobras. Que se creía que él era mejor que yo y eso siempre lo tuve yo ahí dentro de mí con molestia, como una piedra en un zapato, pa entendernos. Como la vez que casi la liamos gorda, pero gorda de verdad. Entonces ya no éramos tan críos, que ya seríamos bien mozos, pero la cabeza y los sesos no los teníamos todavía en sazón ni los tuvimos nunca y yo menos. Que a mí no se me ocurrió, que fue a Damián, pero yo le seguí la gracia y gracias a que el percance no acabó en desgracia, porque metimos en un canastillo de paja que encontramos en un corral al recién nacío de la Dore y lo echamos al río pa dejarlo correr como le hicieron a Moisés. Mira, venía entonces el río mu lleno porque había llovido dos días antes, y no sé por qué tuvo esa ocurrencia el Damián, si sería porque le tenía tírria a la Dore o por lo que fuese, el caso es que fuimos corriendo a la vera del río hasta llegar al puente y cogerlo otra vez para que no pasara ná, na más que para divertirnos, pero poco antes el canastillo dio un vuelco y el niño cayó al agua. Dios mio, la que pasemos. Que menos mal que en llegar al puente, que ya quedaba poco, se metió el Damián y yo arriba como pude y entre los dos lo agarramos al pasar. Yo no sé luego la de cosas que tuvimos que inventar porque aquello no tenía justificación ninguna. Y eso tampoco se me olvida porque el Damián andaba diciendo entre unos y otros que el niño lo había cogido yo y que él lo había salvado en el puente, o eso decían algunos que a lo mejor querían malmeterse y ponernos entre nosotros a mal, no sé, el caso es que cuando ya eso pasó íbamos siempre juntos a todas partes como siempre, pero también eso me quedó dentro y como otra piedra en el zapato, pero más gorda.

Crónica general. La larga sombra del Ánima

La mañana del último día el aire corría un poco más fresco, pero el sol seguía brillante y el cielo limpio y azul. Cuando el viajero se levantó, en la penumbra de la cocina su hermana Esperanza estaba preparando café. Como es el único café que se toma al día, le gusta tomárselo en taza grande y muy caliente y demorarse en el placer de esos primeros instantes sin que nadie ni nada la perturbe. En la intimidad de su casa de Madrid es así, pero ahora compartirá con el viajero y con la Reme ese gusto por los placeres cotidianos alrededor de una mesa bien surtida de embutidos y quesos, tostadas y rosquillas caseras. Luego saldrán a pasear por el pueblo. La Reme, como es conocedora de todas las casas y de los nombres de sus vecinos, las enumera y relata sin cansarse ni olvidarse de nimguna de ellas a lo largo del recorrido. En eso cree ver el viajero la huella del abuelo, porque era obligación del cartero hacer memoria no sólo de los nombres de calles y plazas, también de los de sus vecinos y de los hábitos de los mismos. Será eso o será que la Reme posee una curiosidad natural casi cansina, y no para de indagar aquí o allá, preguntando, escuchando y leyendo sobre todo aquello que cae en el perímetro de sus intereses. Más bien será eso. Que no para ni quiere parar ni tiene por qué. En definitiva, que conoce todas  las casas y muchas de las cosas que pasan en ellas. También de las que están permanentemente cerradas o las que están construidas a medias o abandonadas por una u otra razón. Y hay unas cuantas. Pasa aquí lo que pasa en otros lugares del interior peninsular, que el campo se abandona y los pueblos envejecen sin que nadie ponga remedio para evitarlo. El despoblamiento rural es una muerte lenta y de oculto dolor que en algunos pueblos como éste intentan paliar con implantes en la piel. El ayuntamiento ha ido cediendo terrenos para que quienes lo deseen construyan y planifiquen un asentamiento que frene la desbandada general, pero el censo anual a la baja lo desmiente. Las casas se construyen para que el verano la plaza esté llena durante las fiestas y el único bar que hay en el pueblo no cierre. Y sin asentamientos no hay recursos y sin recursos no hay servicios y sin servicios no hay gente. Hasta una tal Karmele que goza de fama en televisión ha levantado aquí una casa que ha dejado a medias, vete tú a saber por qué. A lo mejor porque ya no queda muralla de la que coger las piedras para construirla, como hicieron en el pasado sus habitantes cuando el árabe quedó definitivamente derrotado y ya no había recinto que defender. A lo mejor porque la visitó una noche el Ánima del purgatorio en su recorrido existencial y le dió pavor la calavera que le pedía como tributo la parte que aún quedaba por construir. Aunque es difícil acogerse a esta razón porque hoy el Ánima ya no tiene tanto ánimo. El viajero ignora si esa costumbre de siglos aún mantiene su arraigo y lo tendrá que averiguar. Por lo leído, es una tradición que marca y define en mucho el carácter y la cultura de un pueblo respetuoso con la religión y temerosa de ella al mismo tiempo. Ese penitente encapirotado que en compañía de otros cofrades va de casa en casa la noche del Martes de Carnaval remite a una plástica expresionista cruzada de sombras y amenazas. El escenario es idóneo: callejuelas pedregosas, estrechas y empinadas envueltas en la más absoluta oscuridad, y silencios planetarios, profundos, puntualmente alternados con oraciones e inquietantes sonidos de pisadas sobre las piedras. Y el fulgor seco y tétrico de la calavera, que los anfitriones besaban tras los rezos en memoria de las ánimas familiares y la dádiva monetaria. Nadie negaba la entrada del Ánima en su casa, lo que indica el grado alcanzado por el temor o el miedo y la culpa como armas de presión religiosa. Con este argumento y otros que documentos históricos avalan, el enriquecimiento del clero progresaba. Por lo demás, todo estaba enmarcado en un ambiente de austeridad y recato que poco tiene que ver con la idea que tenemos de un carnaval. El origen de estas liturgias queda lejos, pero el manto de su influencia llega hasta nuestros días. El viajero, mientras contempla el olivar mandado plantar por el Ilustrado zafreño José Casado Torres, apodado el Rusiano, en las laderas del Galumbarde, se pregunta cuánto hay de aquel miedo, de aquella culpa y de aquella austeridad en ese fantasma sin aparente identidad que recorre su interior.