Marosa vino a verme ayer y se trajo sus cosas. Le venía bien, me dijo, estarse aquí unos días, olvidarse de algunos asuntos personales y centrarse en el censo de hombres-lobo que urge de una vez por todas renovar. La tarea no es suya, o no exclusivamente suya, pero sabe que si ella no lo hace, nadie, nunca, lo hará. Y para Marosa, como jefa de AAMM de la policía de la región, es indispensable actualizar ese censo. Cada vez hay menos hombres-lobo en el territorio, la caza furtiva está cebándose en ellos y teme Marosa que sin la protección de la Administración, la especie acabe por desaparecer. Primero, el censo, y luego, si es necesario, áreas delimitadas donde puedan practicar sus metamorfosis sin miedo durante las noches de luna llena. Y sanciones y condenas elevadas a los furtivos, no regañinas ni amonestaciones ridículas que evidencian una total falta de seriedad. «A este paso, nos vamos a quedar sin leyendas», me dijo Marosa con desconsuelo mientras nos comíamos el arroz. Luego me contó la historia de su romance con Berto, un hombre-lobo de Las Frías con el que estuvo a punto de matrimoniar. Serio y responsable, Berto se transformaba puntualmente a las doce cada mes, en un claro del bosque Umbrío, en el extremo norte de la comarca. Antes de su amor con Marosa, Berto asediaba las cabañas de cabras y amenazaba a los pastores, al estilo clásico. Siguiendo las antiguas técnicas de la licantropía romana, depositaba sus ropas en el suelo y orinaba sobre ellas, para convertirlas en piedras. Pero tenía muchas dificultades con los aullidos. Según Marosa, por una alteración en las cuerdas vocales que la metamorfosis no corregía. Eso le hacía sufrir mucho. El problema, con el tiempo, se agudizó y Berto sufría a solas y en silencio la impotencia de la bestia. No atacaba, no asustaba, dejó de ser un peligro real. Una luna de agosto, en una ronda rutinaria, lo encontró Marosa sentado al pie de un árbol centenario, deprimido, débil, presa de una callada desesperación. Lo llevó a su casa y a partir de entonces comenzaron su romance. Milagrosamente, las noches de luna llena, cuando más encendidos estaban los deseos de ambos, los aullidos de Berto traspasaban la frontera territorial. De modo que Berto recuperó la vitalidad y regresó al bosque, a cumplir con su obligación. Fue entonces cuando iniciaron los furtivos su actividad despiadada, que aún dura, y Marosa tramitó con buena fortuna su traslado a la Selva Negra, donde existe una regulación que lo protege y ampara. «Aún le quiero», me confesó Marosa. «Las noches de luna llena, sobre todo las de agosto, soy capaz de oir sus aullidos desde aquí. Al menos sé que está bien». Nostalgias así despiertan en Marosa una poderosa ternura, pero se le pasa enseguida.
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