Crónica negra. La confesión. 2

Pero lo otro que pasó no fue el Damián. Fue cuando teníamos los dos unas noviejas de un pueblo cercano que eran hermanas y que si encontrábamos a a alguien que nos llevase en su carro o en su remolque íbamos a verlas. O muchas veces andando si nos pillaba cerca cuando estábamos con el ganado. Entonces ya éramos hombres, pero el Damián y yo seguíamos haciendo jornales con las cosas del campo que salieran, y como no teníamos familia hecha, el poco dinero que ganábamos nos lo gastábamos en lo que más nos gustaba, que eran las cartas y lo otro. Digo por eso lo de las noviejas, que eran hermanas y nos entendíamos muy bien con ellas, pero cobraban. Fue un día que no se me olvidará por lo frío y escarchado que estaba el campo a aquella hora tan de mañana. Me lo dijo el Damián, que había estado jugando a las cartas con el gallego, el rubio y el abuelo Cosme en la tabernilla del lagar, la vieja. Esos y nosotros pasábamos muchos ratos sentaos a la mesa con las cartas cuando era invierno, pegaos al fuego de leña que hacía el rubio en un rincón con piedras recalentás, pero esa tarde yo no estaba, no sé qué estaría haciendo. El caso es que el Damián le oyó decir al abuelo Cosme que el Julián, su yerno que estaba en Madrid en la construcción, mandaba tos los meses un giro con los dineros de los jornales a su mujer, que hacía bien poco que había parido, el cuarto creo que era, el cuarto o el quinto, eran muchos y más que fueron, entonces todos muy pequeños porque venían todos unos detrás de otros. Y que su mujer se había ido con el recién nacido a Madrid para no sé qué de unos papeles y visitar de paso a un familiar. El Damián cuando tenía esas ideas a mí me daba un poco de miedo porque ya otras veces, con poca cosa, porque era poco si robábamos en Villares o en Saelices unas perras de algún canastillo en los poyos de la venta, mientras la gente esperaba el autobús, a mí se me hacía de mal, pero luego con los dineros en el bolsillo, que siempre eran menos que los que se quedaba el Damián, se me olvidaba, y más cuando ya nos metíamos en la taberna y con el vino todas las cosas se dejan perdonar. Así que me lo dijo y me dijo que él no podía ser el que entrara en la casa porque era un medio pariente y era mejor que quien entrara fuera yo, que de mí iba a ser difícil que pudieran sospechar y que tenía que haber allí un buen dinero, me dijo. Era fácil, decía el Damián, porque había un ventanuco a ras del suelo en la calle para poderse colar que daba a la habitación del matrimonio, y allí entre las mantas o en el colchón o en el baúl tenía que estar el dinero. No era nada más que entrar y rebuscar y cogerlo porque sabía él que a esas horas las criaturas estarían con la más mayor en la otra casa por encima del corral, con la Sabina. Era también eso, que el Damián sabía convencerme o que yo no sabía nunca decirle que no y echarme atrás, por no acobardarme ni ser menos que él. Así que esa misma noche fue, más bien de atardecío, pero ya no se veía ná, y a esas horas con el frío y el viento que se levantó no quedaba en la calle ni la mismísima Ánima del purgatorio, las calles estaban más vacías y más quietas que las risqueras del cerro en una fría madrugá.

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