Dieciocho

Me relajé anoche viendo un poco de televisión. Una orquesta de músicos con una cantante de larga melena al frente magnetizó mi oido y mi mirada. Eran Pink Martini. Interpretaban la canción Tiempo Perdido, un tema tristemente dulce y melancólico que me acompañó en los aciagos días de S, cuando en mi corazón resonaban los ecos de un caballo desbocado por la decepción y el dolor. Por entonces yo ignoraba el título y la letra de aquella canción, pero era un refugio de belleza y un pañuelo cálido con el que aliviaba mi pesar. Ahora sé también que era el emblema de una despedida, la divisa de una historia de amor con un triste final. Un tiempo perdido. Lo sé ahora, lo supe anoche, viendo un poco de televisión.

Trato de imaginar la ciudad donde esa mujer vive, las periferias desoladas, las largas avenidas de luces amarillas, los parques vacíos, la noche fría, el portal oscuro…Subir las escaleras angostas me cuesta, me agota la humedad del aire viciado, los rellanos malolientes, la vigilancia de los ojos…Abrir la puerta es fácil, y es franca la entrada, que tiene una alfombra raída de recio bermellón. En el pasillo, al fondo, una luz blanca decide por mí. La puerta, despintada, deja pasar un delgado mensaje de sombras, la cama está deshecha, las ventanas cerradas. La mujer ha escrito algo en ese papel que ahora tengo en mi mano, unas palabras donde la urgencia de la ausencia no se concreta. Hay unas bragas en el suelo, al fondo, en un rincón donde a veces duerme un gato. Por encima de la noche planean silenciosos los sonidos urbanos. La sombra de sus alas adormece mi determinación. Me tumbo en la cama y cierro los ojos. Sueño otra vez con su cuerpo. Hoy no vendo nada.

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