Cinco

Hoy, como hace un día espléndido, no tengo ganas de hacer nada. De lo único que tengo ganas es de bajar al río y apoyarme sobre la fría baranda de hierro y mirar cómo pescan los pakistaníes y los negros, cada uno con su muy diferenciada manera de lanzar el sedal al agua. A los negros les gusta sostener el hilo desde lo alto, pegados al muro de contención, con la medida justa, como hecha a propósito, para que sus largos cuerpos se estiren hacia abajo, casi tocando el agua, y con sus ojos de luna de agosto penetren la superficie verdosa del agua. En realidad, pescan con los ojos, que es el arte que más dominan. Sin embargo, los pakistaníes bajan al río, se preparan, llevan largos hilos de nilon enrollados en palos que hacen las veces de cañas de pescar y los lanzan tan lejos como pueden con la mayor fuerza que tienen. Luego se quedan un rato mirando el horizonte burbujeante donde ha anclado la carnada, con la mano haciendo de visera, y esperan. Esperan todos, los tres o los cuatro que siempre son, los tres o los cuatro atisbando el manso horizonte fluvial, arrendijando los ojos y todo eso. Estos son los pakistaníes que comen pescado. Luego están los otros, los que llevan en el maletero de Mercedes relucientes las cajas de frutas, las de huevos, los sacos de azúcar y el pan y los distribuyen, vestidos con aseadas prendas de sport pasadas de moda, en sus tiendas de alimentación. Y luego los otros, en chanclas y pantalón de chándal todo el día, en calles estrechas entibiadas por el sol, mirándote cuando pasas con ojos de complicidad, por si tienen que subir y bajarte algo. Ni pescado ni pan. Otro negocio.

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