Tres

Dejé de ir a ese bar de la plaza, aquí, en X, porque estaba harto de que me ignorasen. Ahora voy a otro donde casi agradezco que no me hagan ni caso.

Cada mes o mes y medio, una mujer visita mi tienda con su hijo para comprar un juego de madera y añadirlo a su colección. La mujer tiene el pelo corto, con reflejos de cobre, usa gafas redondas y es callada y tímida como la madera de la que están hechos los juegos. Cada vez que entra me recuerda a aquella chica neoyorquina con la que compartí una tarde de glacial en Islandia. Ambas tienen en común los rojizos reflejos del cabello, el pelo corto y las gafas, pero la manera de ser las distancia. La neoyorquina ni era tímida ni callada. La conversación entre los dos, con su inglés americano y mi chapurreo de escuela de barrio se hacía complicada en medio de tanto frío, quizá por eso me resultaba divertida su manera de hablar y explicar las cosas, a lo Woody Allen. Tampoco olvido que aquella tarde la niebla cubría la cuenca glacial como si fuera un cálido edredón, que llegamos cansados a un área de confortables cabañas de madera equipadas con generosisad nórdica, que tiré mi mochila a los pies de una litera y que en cinco minutos, cuando volvimos a salir al exterior, la niebla se había comido prácticamente la isla entera. Era imposible ver algo que estuviera más allá de un palmo de tus narices. Imposible. Así que me tiré en la litera, boca abajo, y entré en un sueño denso y profundo del que salí dieciséis horas más tarde, a las ocho de la mañana del día siguiente. Aún recuerdo maravillado y feliz cómo de tanto en tanto, sin abrir los ojos, sin salir del sueño -no podía- en el que estaba atrapado, sentía un placer inédito, el del silencio planetario circulando por el interior de mi cuerpo como si fuera un cosmos. Cuando desperté, la neoyorquina había cargado la mochila sobre sus espaldas y estaba preparada para partir. Le dije que yo aún me quedaría un día más. Entonces esbozó una sonrisa y, sin quitarse la mochila de la espalda, me contó todo lo que aquella larga tarde de niebla había estado haciendo por los alrededores del glacial: fotografîas, apuntes técnicos, dibujos, visita a un museo sismográfico y un sinfín de cosas más. Para estar en sintonía con el paisaje, me quedé abrumado, porque la niebla espesa, densa, devoradora, aún seguía ahí. Nos despedimos, en fín. Luego me he acordado mucho de esa mujer despierta, vivaz e intransigente con los tiempos muertos y durante algunos años, comparándome con ella, descubría con vergüenza las faltas y carencias que estaban haciendo de mí el ser poco provechoso que soy. Todo lo he llegado a admitir, y aún más, pero también sé, hoy, que aquella tarde de sueño y niebla glacial fue el instante, sólo hay uno, en que tus dedos tocan el misterioso corazón de la tierra.

7 comentarios en “Tres

    1. Muchas gracias, Manuel. Y mira, me vienes muy bien. Iba a comentartélo cuando te visitara en el bosque pero aprovecho para decirte que he recibido tu libro. Te felicito, Manuel. He echado un vistazo por encima y te veo. Lo tengo ahí, en mi mesita, y lo iré paladeando gustosamente. Es un placer. Un abrazo grande.

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  1. No iba a comentar nada, porque creo que así lo prefieres pero no me puedo resistir a decirte lo muchísimo que me ha gustado. Ya la primera frase, con esa contradicción, me ha parecido genial. Y luego…eres provechoso, ya lo creo que sí. Al menos en el sentido raro pero bueno que yo le doy.
    Besos

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    1. Gracias, Paloma. No es que no quiera comentarios, al contrario, lo que pasa es que ahora estoy centrado en otras actividades que me dejan menos tiempo para el blog. Pero tú dí lo que quieras y cuando quieras. Estás en tu casa. Un abrazo grande.

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