Obligado a detenerme, até el caballo al pilón y me senté a la sombra del chamizo. La luz del desierto adormecía el aire y el fuego se fundía en la arena. A lo lejos, una polvareda difuminó la linea del horizonte. Apareció un hombre seguido de mil perros que ladraban y alborotaban, atados unos a otros por correas adornadas con cascabeles. Una obscena raza de mastines acaudillaba la vanguardia de la tropa, y a la cola, rezagados por la poca resistencia al medio, se arrastraban los lebreles. Al alcanzar la choza, con un gesto de la mano supo callar el hombre a la jauría. Luego se acercó hasta mí y me saludó a lo militar, llevándose la palma de la mano a la gorra. «Salud y en buena hora seáis recibido-le dije, sin moverme del sítio. Qué queréis de mí?». Impasible, me contestó:»Agregaros a mi regimiento, que ya os falta poco para transformaros en can»
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Una vez más reitero mi admiración por tu forma de escribir. Lo tuyo es ARTE.
Saludos Eladio.
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Gracias, Zoe. Disfruto escribiendo, y eso me basta. Un fuerte abrazo.
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Fantástico. Quizás nos sintamos menos perros si nos lo dicen con tanta elegancia, pero perros, finalmente.
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Guau, Antonio! Un saludo afectuoso.
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Este texto me ha recordado la fantasmagoría de «La Torre Oscura» de Stephen King. No es mi autor preferido, aunque lo he leído. Procuro tener los menos prejuicios posibles. En literatura también. Saludos cordiales.
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No he leído a Stephen King, Antonio, y con todos los respetos a sus lectores, no está en mi lista. Más que nada, porque hay mucho que leer antes de llegar a él. Agradezco tu comentario. Un saludo.
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Genial!!!
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